El Corazón Invisible: Un romance liberal
Capítulo VII
Explotando al consumidor
-Son $20.40, Srita. Silver.
Laura se preguntaba porqué mandar las blusas a la tintorería podía ser tan caro. Afuera de Capitol Cleaners, en una tarde de enero mientras reconsideraba su devoción a la seda y al lino, Sam Gordon se aproximaba trayendo sus camisas a la tintorería. Se detuvo de sorpresa.
-Hey, Laura -miró su reloj–. Son sólo las cuatro quince y ya estás paseando fuera. Felicidades. ¿Tus lecciones listas para mañana?
-No, las terminaré por la noche. Tengo algunos encargos pendientes. No puedo creer que la tintorería sea tan cara para las mujeres –Laura dijo, casi para ella misma.
-Espera aquí mismo, no tardo.
A pesar de que Capitol Cleaners se encontraba muy cerca del Colegio Edwards, Laura estaba un poco sorprendida de ver a Sam ahí. Las profundas arrugas en el algodón parecían ser la pieza central de su guardarropa. Sam regresó y encontró a Laura sentada en una banca del parque de enfrente.
-¿Cuántas camisas dejaste?-. Preguntó ella.
-Ocho.
Laura se preguntaba cuánto tiempo le llevaría a Sam poder seguir manteniendo ocho camisas. ¿Seis meses? ¿Un año?
-¿Cuánto te cobraron? –preguntó.
-Sólo $1.50 por cada una si no me importa regresar por ellas el jueves.
-Mandar lavar mis cuatro blusas me costó más que tus ocho camisas. ¿Te parece justo?
-Los economistas no son tan buenos con el término “justo”. Eso probablemente ha reducido nuestra imagen y popularidad.
-Uno de muchos factores, sin duda. Ahora me vas a decir que sí es justo –Laura dijo.
-Primero déjame preguntarte algo. ¿Realmente deseas saber mi opinión, o solamente quieres alguien que alimente tu coraje?
Laura sonrió.
-La indignación de otra persona puede ser muy tranquilizante -continuó Sam-. No te puedo ofrecer indignación de mi parte, pero creo que puedo animarte.
-Adelante –exclamó Laura.
-Como probablemente imaginas, no creo que la justicia tenga algo que ver con el asunto. Si tu…
-Claro, a ustedes sólo les interesan las ganancias –interrumpió Laura, su ira aumentaba ante la aparente indiferencia de Sam-, y el derecho de los negocios a cobrar lo que sea que el mercado resista. Ese es tu patrón de justicia. Pues creo que está mal entendido, si me lo preguntas.
Laura se acomodó en la banca y cruzó los brazos.
-Veo que al efecto tranquilizante todavía le falta –dijo Sam-. Pidamos un “tiempo fuera”. ¿Qué tal un café? –Sam preguntó señalando la cuadra de enfrente donde se encontraba el Mean Bean, la cafetería local.
-No sé –contestó vacilante.
-Yo invito.
-No es necesario. Todavía puedo costear mi clásico late a pesar de los precios de la tintorería. Puedo verme un poquito arrugada de aquí en adelante.
-De acuerdo. Prometo no acusarte con las autoridades escolares.
-Supongo que tengo tiempo. Seguro, vamos.
Laura se preguntaba acerca de la relación de Sam con las autoridades del Colegio Edwards. Ella había escuchado algo de que Sam estaba bajo investigación. Algunos incluso decían que Sam estaría fuera del Colegio en cuanto terminara el año escolar. La fuente de estos rumores era usualmente algún alumno. Pero no estaba segura de qué tan cierto era todo eso.
El Mean Bean estaba casi vacío a esa hora del día. Sólo unos pocos comensales sorbiendo y leyendo. Laura ordenó un late frappé y Sam una taza de té. Escogieron una mesa pegada a la ventana y Laura acomodó sus blusas en una silla vacía.
-Laura.
-Sam.
-Mira. Me has entendido casi completamente al revés. Si quieres escuchar mi punto de vista, bien. Si quieres calentar el resentimiento, evadiremos el tema de las tintorerías y hablaremos entonces de las políticas del Colegio. Tú decides.
Laura se sintió tentada a hablar acerca de las políticas del Colegio. Podría descubrir la verdad detrás de esos rumores acerca de Sam. Pero pensó que sería más por curiosidad que realmente por interés. Sam era seguramente bastante reaccionario para convertirse en un amigo cercano.
-Hey, me gusta calentar el resentimiento –dijo ella sonriendo.
-Mucha gente lo hace. Pero pienso que un mundo sin resentimiento sería un lugar más dulce.
-Probablemente tengas razón. Adelante.
-Tú piensas que eres la víctima del tintorero. Después de todo, el tintorero es un hombre codicioso, ¿no?
-Tomaré eso como una cuestión retórica.
-Pero, ¿cuál es la mejor forma de evitar que esa codicia lastime al consumidor? –preguntó Sam.
-Podríamos empezar por una ley que lo obligue a cobrar el mismo precio para las prendas de mujeres que para las de hombres.
-Esa sería una forma, y muy costosa por cierto.
-¿Costosa para quién? ¿Para el tintorero?
-Probablemente no, de hecho. Los empresarios son muy creativos para evadir los costos de la regulación. Es a menudo el consumidor quien termina pagándolos, de una u otra manera. Si fuera el caso, el tintorero subiría los precios de las camisas o dejaría de lavar blusas para evadir la ley. En tu entusiasmo por la justicia, lastimarías al consumidor. Sería mejor encontrar una solución que protegiera al consumidor y dejar que esos abogados, que redactarían la ley, se ocupen en algo más productivo. Por eso mejor yo me inclino por hacer absolutamente nada.
-Muy loable –dijo Laura sarcásticamente.
-Considera al codicioso tintorero –dijo Sam, ignorando graciosamente la reacción de Laura-. Mientras más alto sea el precio que él cobra, más dinero obtiene. Si pudiera bajar sus costos haciendo cosas de peor calidad, también incrementaría sus ganancias. Así que resulta tentador cobrar precios altos por un mugre producto.
-Entiendo. Y tú alabas su derecho a eso –Laura comenzaba a enfurecerse más de lo que ya estaba. Sam podía ser muy eficaz en hacerla enojar.
-Sí, lo hago. Ahora he aquí la pregunta: ¿por qué me siento tan “campante”? Después de todo soy un consumidor. ¿No debería yo estar preocupado por la codicia del tintorero?
Laura dudó.
-Nunca lo he pensado, realmente –dijo ella-. Tú crees que los empresarios tienen derechos. Yo no.
-¿Pero por qué creería yo en una idea que permite explotar a los consumidores? ¿Me veo como un títere de los empresarios?
Sam abrió los brazos como para una inspección. Laura rió.
-¿Entonces porqué eres tan tolerante acerca de las ganancias?
-Porque las ganancias ayudan al consumidor. Las ganancias incentivan al empresario a complacer a sus consumidores. Y cuando el empresario tiene competidores, consentir a los consumidores hace que salga a buscar alternativas. Es lo mismo con el empleo y los salarios. Quizá tú piensas que cada empleador quiere ofrecer a sus empleados $1,000 al año y hacerlos trabajar cien horas a la semana.
-¿Y no? ¿No es por eso que necesitamos sindicatos y leyes que garanticen un salario mínimo?
-Sólo el diez por ciento de la fuerza de trabajo está sindicalizada y menos del cinco por ciento gana el salario mínimo. ¿Cómo es que el 85 por ciento restante hace decenas de cientos de dólares por encima del salario mínimo? ¿Cómo nos las arreglamos para evitar ser explotados?
-Nunca lo había pensado. Es una buena pregunta.
-Desde mediados de los cincuentas, la sindicalización como porcentaje de la fuerza laboral ha declinado casi cada año. En todo este tiempo, los salarios han crecido, la semana laboral se ha reducido y todo tipo de innovaciones han ocurrido: flexibilidad en el horario, telecomunicaciones, guarderías, gimnasios en el lugar de trabajo, tú dime. ¿Y por qué los empresarios sedientos de ganancias ofrecerían estas mejoras? Competencia. Si quieres atraer trabajadores calificados, tienes que ofrecerles condiciones salariales y laborales competitivas. Tú crees que estás sub-remunerada ganando $26,000. ¿Por qué el Colegio Edwards no te paga incluso menos? Porque no pueden si lo que quieren es atraer maestros de calidad. Es lo mismo con los precios. Si quieres atraer consumidores tienes que mantener los precios apenas arriba de tus costos. De otra forma, alguno de tus competidores puede llevarse a tus clientes con precios más bajos o calidad superior.
-Bueno, talvez esta teoría de la competencia esté un poquito sobrevalorada. Una vez leí un escándalo en el periódico acerca de tintorerías. Se unieron y acordaron mantener precios altos. ¿No es eso lo que en verdad pasa?
-Lo dudo. Primero que nada, conspirar para fijar precios es contra la ley. Segundo, si yo fuera tintorero y hubiera podido vislumbrar una manera de coludirme con otros tintoreros para explotar a los consumidores, explotaría a los hombres, no a las mujeres. Te apuesto a que hay muchas más camisas que blusas que lavar. Pero vamos a suponer que existe una conspiración contra las mujeres para cobrarles precios altos. ¿Sabes qué duro sería para los conspiradores mantener el acuerdo? Una conspiración para mantener precios altos usualmente se viene abajo porque los conspiradores encuentran atractivo romper el trato. Bajan el precio u ofrecen otras ventajas para ayudar al consumidor. Aún la OPEP, el cártel de petróleo, se echa para atrás todo el tiempo y los precios se mueven de acuerdo a una oferta competitiva y una determinada demanda. Y la OPEP tiene un número relativamente pequeño de conspiradores. Además, si tú tienes razón, entonces alguien tiene un incentivo para abrir una nueva tintorería, cobra por la ropa de mujer menos que los coludidos, hace una fuerte ganancia y obtiene cientos de clientes mujeres.
-Hasta que algún otro sepa de la oportunidad.
-De acuerdo con tu visión, es ampliamente sabido. Aún los maestros de Literatura Inglesa del Colegio Edwards lo saben. Hay una vieja broma acerca de dos economistas que van caminando en la calle. Uno le dice al otro: “¡Mira! Un billete de $20”. El otro dice: “Ni te molestes en recogerlo. Si realmente estuviera ahí, alguien ya se lo habría llevado”.
-Supongo que el humor en economía es un tanto simple.
-Sí, un poquito –admitió Sam-. Pero las ganancias se van rápido; son como dinero en la calle. Y la manera de agarrar la oportunidad es prever lo que los consumidores quieren y proveerlo de la forma más barata posible. Y para mantener a tus clientes, necesitas encontrar maneras de reducir precios y aumentar calidad constantemente. Más barato y mejor es el mantra del negocio moderno. Mira los sorbetes.
-¿Sorbetes?
-Ya sabes, los sorbetes para beber. Un sorbete de papel funciona bien. Pero aún un producto tan insignificante como un sorbete, puede ser mejorado. Puedes tener papel o plástico. Lo puedes tener en color o con franjas. Puedes pagar un poquito más y conseguir uno flexible. Puedes tener uno con una pequeña cuchara al final. O qué tal el hilo dental. Puedes tener hilo dental con menta, sin menta, encerado o no, con Gortex o sabor tuttifruti, transparente o no. Nadie sabe. La gente está constantemente tratando de encontrar maneras de hacer tu vida mejor. Cada posible preferencia del consumidor es explorada.
-No lo sé. Me parece trivial. ¿Necesitamos más de un tipo de sorbetes o de hilo dental?
-No puedo contestar esa pregunta sin pensar en otras: ¿Necesitamos más de un tipo de teléfono celular o más de un tipo de tratamiento contra el cáncer o más de un tipo de camisa o más de un tipo de cereal? Trivial o sublime, tú no puedes impedir la búsqueda del mercado por satisfacer cada oscuro deseo del consumidor tanto como tú no puedes impedir que el bosque florezca como sea. ¿El bosque realmente necesita más de diez tipos de flores? ¿Cada pulgada cuadrada necesita mantenerse a salvo con plantas? ¿No puede un pedacito mantenerse sin nada? En el bosque, las especies compiten por luz, humedad y nutrientes. Lo mismo pasa en el mercado. En el mercado, la competencia es por los consumidores; la luz que capta la atención del innovador. Las ganancias son la recompensa por el descubrimiento. Así, aparece la competencia y presiona los precios y las ganancias a la baja. El mercado de lavado en seco no es exactamente nuevo. Si hubiera un montón de dinero que ganar por lavar blusas a precios más bajos, mi apuesta es que alguien ya lo hubiera hecho. ¿Quieres un poco de té?
-Seguro.
-¿Crees que necesitamos más de un tipo de bebida caliente con y sin cafeína? Tú no te contentaste con pedir solamente café. Tu estás disfrutando un late frappé. Imagina un mundo de té y sólo té.
-Lo confieso –dijo Laura mientras reía-. Yo usualmente prefiero café.
-Y lo puedes tener, en todas sus variedades y sabores si la decisión le es dejada al mercado.
-Es un poco de adicción. Supongo que me he convertido en esclava de la diversidad que el mercado produce.
Sam sonrió. Unos cuantos clientes más habían llegado mientras ellos habían estado conversando. Las mesas comenzaron a llenarse. Sam estaba contento de haberse sentado en la ventana. Le gustaba la conmoción de la calle como un fondo a la conversación.
-Hay peores formas de esclavitud –dijo-.
-Pero si “más barato y mejor” es la norma –cuestionó Laura-, ¿por qué las cosas se tornan cada vez más caras? Parece que la competencia no está funcionando.
Los efectos son encubiertos por la inflación. Los precios eran mucho menores hace 50 o 100 años, pero los ingresos también eran mucho menores. Para ver qué tan bien hemos sido servidos por el mercado, tienes que deshacerte del impacto inflacionario en ambos.
-¿Y que encuentras?
-Hace 100 años, una maestra de escuela ganaba poco más de $300 al año. Ella…
-Ouch. Y yo pensando que estoy mal pagada.
-Ella también enfrentaba precios bajos. Una docena de huevos costaba sólo $0.20 en ese entonces. Pero los huevos ahora son más baratos en un sentido real, dado que ahora cuestan $1.00 pero tú ganas $26,000 al año. Si haces esa comparación a través de un amplio rango de bienes, tu nivel de vida es varias veces más alto que el de tus colegas en 1900 o 1950. Y esa comparación subestima por mucho el impacto real de la innovación económica: ahora disfrutas de bienes y servicios que ellos ni siquiera podrían haber imaginado; tu hilo dental de menta, tu late frappé, el coche que manejas, tu computadora, el internet, los antibióticos y los otros avances increíbles en cuidado médico. Todos esos cambios fueron cortesía del mercado y la competencia. Y de una cosa estoy seguro…
-¿Qué?
-Sabemos que en 1900 ninguna maestra de escuela fue explotada por los altos precios de la tintorería. Ellas casi seguro lavaban sus blusas a mano.
Laura rió. Miró por la ventana y notó que la acera estaba más concurrida. Echó un vistazo a su reloj y pensó que probablemente tendría algunos minutos más. Estaba disfrutando de la conversación y algo del argumento de Sam seguía molestándole.
-De acuerdo –dijo-, ¿y que pasa con un empresario que no tiene competidores? Seguro tú estás a favor de proteger al consumidor de los monopolistas, ¿no?
-El monopolio es raro y antinatural. Mira lo que tiene que hacer un granjero para mantener su sembradío de maíz libre de la competencia de otras plantas. Es lo mismo en los negocios. Cada empresario tiene competidores. Aún cuando no lo sepa. ¿Alguna vez oíste hablar de Keuffel & Esser?
-Suena como a una firma de abogados.
-Hacían reglas de cálculo.
Laura miraba interesada.
-Desaparecieron hace mucho –explicó Sam-. Mi papá tenía una. Eran dispositivos primitivos para multiplicar, sacar raíces cúbicas y hacer otros cálculos. Keuffel & Esser hacían las mejores. Tenían dominado al mercado. En 1967, Keuffel & Esser comisionaron un estudio sobre cómo sería el mundo en el año 2067. El estudio no pudo prever un evento crítico que sucedería cinco años más tarde: la invención de la calculadora de bolsillo. Un invento que destruiría la regla de cálculo para siempre. La competencia puede venir de donde sea. Es por eso que Bill Gates, fundador de Microsoft, duerme poco.
-Eso lo encuentro difícil de creer, Sam. Es un tipo que tiene pleno control del mercado.
-Pero Bill Gates apenas puede dormir porque él sabe que si no continúa innovando, terminará como Keuffel & Esser. Quizá alguna fusión lo destruya. O algún otro sistema operativo. O un método de cómputo completamente nuevo.
-Entonces ¿que debería hacer el señor Gates?
-Lo que no debería hacer es emplear tiempo en pensar cómo dañar a los consumidores. Eso sólo apresuraría el surgimiento de competidores. Él debe complacer al consumidor. Y es su sed de ganancias lo que le anima a hacer eso.
-No lo sé Sam. Tú haces ver los negocios como un tipo de juego civilizado de cricket, jugado por hombres vestidos de blanco, hablando con acento británico. Al final de la partida, ambos equipos alegremente levantan sobre sus hombros al árbitro, en este caso el consumidor, mientras cantan “porque es un buen compañero”. Yo veo un diferente asunto, mucho más mugriento, más como el rugby, donde el consumidor es a menudo revolcado en el lodo.
-De acuerdo. Supón que por alguna extraña razón te encontraras inmersa en el mugriento mundo de los negocios. ¿Te gustaría que tus empleados fueran despiadados o cariñosos?
Laura reía suavemente mientras se imaginaba jugando a la empresaria.
-¿Alguna vez has estado en un Ritz-Carlton? –Preguntó Sam antes de que ella pudiera contestar.
-Una vez, con mis papás, en Atlanta creo.
-¿Conoces el slogan de los Ritz-Carlton?
Laura giró los ojos. –Vamos Sam. ¿Cómo podría saberlo?
-Lo siento. Es un ejemplo que uso en clase todo el tiempo, por lo que olvidé que no está en la punta de la lengua de la gente. Su slogan es “El precio más alto y la ganancia más alta”.
-Bromeas.
-Por supuesto. Ése es su slogan secreto. Lo usan solamente en el salón de juntas del Consejo cuando hacen planes para explotar a los consumidores. De nuevo bromeo. Su verdadero slogan es “Damas y caballeros sirviendo damas y caballeros”.
-Ese es un slogan bonito y elegante.
-No es exactamente una invitación a dar un mal servicio. Tengo otro ejemplo justo aquí en mi cartera.
-¿En tu cartera?
-Soy raro. ¿O no has estado poniendo atención? –Sam sacó un pedazo de papel de su billetera-. De hecho, lo estoy usando en clase esta semana así que por eso lo traigo conmigo. Es una vieja cita de un ejecutivo en Merck, una de las farmacéuticas más grandes del mundo. “Tratamos de recordar que la medicina es para el paciente. Tratamos de nunca olvidar que la medicina es por la gente. No es por las ganancias. Las ganancias le siguen, y si recordamos eso, éstas nunca dejarán de aparecer. Mientras hemos recordado eso, más altas las ganancias han sido”. ¿No es extraño? Si te concentras demasiado en la última línea, es menos probable que triunfes. Las grandes compañías exitosas, como Wal-Mart o Southwest Airlines o FedEx o Merck, brindan al consumidor productos de calidad, extraordinario servicio y precios bajos. Por eso han sido exitosas. Y han forzado a sus competidores a tratar de igualar su desempeño.
-¿Estás tratando de decirme que los administradores de estas compañías no están interesados en hacer dinero?
-No. Creo que ellos están interesados en el dinero tanto como el resto de nosotros. Pero la codicia no es la llave del éxito. ¿Quién crees tú que haría un mejor trabajo de servicio al cliente? ¿Un cerdo egoísta y codicioso que pretende preocuparse por los demás, o una persona genuinamente buena que trata a los clientes con sinceridad?
-Eso es absurdo Sam. La gente buena no termina en los negocios.
-No estoy diciendo que vayas a encontrar a la gente más buena y caritativa del mundo en la dirección de las corporaciones modernas. Pero la escoria de la tierra tampoco puede llegar tan alto. ¿Recuerdas que me preguntaste acerca del poster que tengo de “It’s a woderful life”?
-Claro. Estábamos en el metro.
-Adoro esa película porque presenta dos versiones caricaturizadas de los negocios. Tienes a Jimmy Stewart como George Bailey quien nunca tomaría una decisión de negocios que lastime a uno de sus clientes. Y tienes a Lionel Barrymore como Mr. Potter quien se regocija embargando y echando a la calle a unos inquilinos. En la película, George es el héroe. Pero probablemente es un perdedor hombre de negocios.
-¿Cuál es el problema? ¿Un tipo demasiado bueno?
-No. Es un perdedor porque no parece darse cuenta de que las ganancias mantienen con vida un negocio. Sin ellas, estás en bancarrota y así no puedes ayudar ni a tus clientes ni a tus empleados. Potter también es un perdedor. Es un hombre vicioso y egoísta que le disgustan los clientes y los empleados. En el mundo real, necesitas una mezcla de la intensidad de Potter y de la bondad de George. Además, lloro cada vez que la veo.
-Hmm. Yo pensé que te habías extirpado las glándulas lagrimales antes de que obtuvieras tu grado en Economía. Dudo que la bondad cuente mucho en la sala de Consejo o en el mercado.
-Pero así es. Haciendo lo que dices, manteniendo tu palabra, y sirviendo a otros sin resentimiento, son probablemente más loables en el mundo de los negocios que en cualquier otro lado. Echa un vistazo a los libros de negocios más vendidos. No son acerca de cómo manipular al consumidor o explotar a los empleados. A menudo versan sobre la integridad. Liderazgo. Motivación. Incluso muchos de ellos aplican principios religiosos a los negocios.
-Encuentro eso difícil de creer, pero si te soy honesta, tengo una confesión que hacerte. Me alegra que estés sentado; esto te noqueará. No leo muchos libros sobre negocios.
-La mayoría de los maestros de literatura inglesa no lo hacen. Pero significa que probablemente estás obteniendo tu perspectiva de los negocios de una novela de Dickens o de Hollywood o de un show televisivo. Así que cuando piensas en negocios, ves chimeneas arrojando veneno a la atmósfera. Ves a un empresario siniestro, rodeado de bolsas de dinero, frotándose las manos con regocijo y tramando cómo explotar a sus clientes con nuevas y excitantes formas. Popularmente, los empresarios son expuestos como monstruos porque eso es lo que vende. A la gente le gusta sentirse la víctima. Pero los monstruos no triunfan en los negocios. Un competidor que ofrezca buen servicio y precios bajos es una mejor apuesta. Existe un corazón invisible al centro del mercado sirviendo con gusto al consumidor. ¿Quieres más té?
-Gracias. Café descafeinado, si la opción continúa disponible.
-Desde luego, madame –dijo Sam mientras se levantaba de la mesa y hacía una caravana-. El capitalismo a tu servicio.
Laura se preguntaba si Sam era un típico economista. Ella siempre había pensado que los economistas sólo estaban interesados en el dinero. Pero en el mundo de Sam, el dinero parecía más un accesorio que el meollo principal.
-Cuidado que está caliente –dijo Sam cuando retornó, poniendo la bebida de Laura sobre la mesa.
-Genial. Así debe ser.
Sam pensó en decir algo sobre pleitos y café caliente, pero permaneció callado y miró por la ventana. Era su parte favorita del día. La puesta de sol. Los faroles de la calle comenzaban a prender. La gente regresaba a casa después de otro día de trabajo. Sam cubrió su taza con las manos y sonrió. Miró a Laura a los ojos y notó que su enfado había pasado.
-Así que tal vez, este asunto de la codicia lo haya exagerado –dijo Laura-. Entonces, ¿por qué juegas a regalar dólares en tu clase?
-Algunos de los alumnos creen que el propósito del juego es demostrar que la codicia es buena. Pero ese no es el propósito del todo. Se trata de mostrar el poder del interés personal. Si tú supieras que alguien anda por ahí colgando dólares cada día, tú emplearías tiempo en ver cómo le haces para estar ahí. Pasarías tiempo buscando maneras de brincar más alto o de construir algo más grande que te ayude a alcanzarlos. El interés personal no es bueno ni malo. Es un hecho de la vida. Nos esforzamos. Tratamos de hacerlo mejor. Tratamos de estar adelante. Es una parte fundamental de la humanidad. Y el mercado canaliza nuestra naturaleza a situaciones en las que servimos a otros. Esa es la lección de Adam Smith, autor de La Riqueza de las Naciones. La gente cree que él pensaba que la codicia era buena. Pero él meramente quería explicar el poder del interés personal –Sam se detuvo y miró fijamente el techo, perdido en su pensamiento-. ¿Qué desayunas usualmente? –preguntó de pronto.
-Un bagel tostado –contestó Laura un poco desconcertada por el cambio de conversación. Pensó en echar un vistazo al techo. ¿Qué miraba Sam allá arriba que lo hizo pensar esta vez en bagels?
-¿Y dónde compras tus bagels?
-Hay un pequeño lugar en la esquina de mi casa. ¿Por qué quieres saber?
-¿Tienes alguno en casa a esta hora? –Preguntó Sam, ignorando la pregunta que ella le hizo.
-Me parece que no. Quizá pasaré por unos de camino a casa o mañana por la mañana.
-¿Crees que debas llamarles y decirles que irás?
-¿Por qué? –preguntó Laura, ahora completamente perdida.
-Si ellos no saben que vas, tal vez no harán suficientes –Sam se acomodó en su silla, satisfecho, a pesar de lo absurdo de su comentario.
-¿De qué rayos estás hablando, Sam? Ellos siempre tienen suficientes.
-¿Alguna vez te has preguntado por qué? –inquirió Sam. Se mostraba emocionado-. ¿Te has ido a dormir alguna vez preocupada de que los panaderos de la ciudad no hagan suficientes bagels para la mañana siguiente? ¡Nunca! Pero ¿por qué no? Algunas mañanas sólo compras uno. Otras, una docena. Otras mañanas no compras nada. Algunas, compras tres docenas porque darás un banquete. ¿No es sorprendente que mañana, a lo largo y ancho de la ciudad, habrá abundancia de bagels? Tú y tus colegas amantes de bagels no tienen que hacer reservaciones. Sólo van y ahí están los bagels a su disposición. ¿No es maravilloso?
Laura estaba anonadada viendo cómo Sam se extasiaba con los bagels.
-Tu panadero depende de un centenar de personas que tú no ves para que el pan pueda llegar a ti: granjeros, harineros, camioneros y una multitud de gente que les ayuda. Nadie coordina el proceso. Washington no necesita un “Zar del Bagel” para mantenerlos trabajando. Nadie necesita llamarle al panadero para que se despierte a las 3:30 de la mañana y asegurarse de que los bagels estén frescos. La mayoría de nosotros no estaríamos cómodos de pedirle a un amigo que se levante a las 3:30 para hacernos un favor. Pero para que estés segura de que tu bagel esté fresco, un extraño lo hace voluntariamente. No por amor a ti. Sino por propio interés. Para asegurarse de que el negocio sobreviva necesita mantener al consumidor contento.
-Sigo pensando que me gustaría más ser atendida por alguien que esté motivado por algo que no sea el interés personal.
-El interés personal no significa tener un corazón duro ni ser egoísta. El panadero que se levanta a las 3:30 quizá está motivado por nobles y loables metas. A lo mejor él planea amasar una gran fortuna y donarla para caridad. Tal vez, se despierta tan temprano para asegurarse que ganará el suficiente dinero para pagar la operación de su hijo o para comprar una casa mejor para su familia. Quizá pueda desbordarse de amor por mucha gente y por muchas causas. Pero el poder del mercado es que tu panadero no tiene que desbordarse de amor por ti para tratare bien. La competencia se combina con el interés personal para servirte; sin nadie que esté a cargo. Y funciona tan impecablemente que ni lo notamos.
-Lo notaré de ahora en adelante. El mercado es extraordinario. Pero no es impecable. Hay productos defectuosos. Hay productos dañinos. Hay productos vendidos por anuncios que no informan bien sobre las consecuencias. Hay buenos directivos, como tú dices. Pero hay desgraciados que triunfan y prosperan. No me quiero deshacer del mercado. Sólo quiero hacerlo mejor.
-Y yo creo que es perfecto.
-¿Perfecto? ¿Bromeas?
-No, realmente. Puedes tener un sistema perfecto con resultados imperfectos. Estoy deseoso de tolerar ese grado de imperfección porque cuando lo alteras con un sistema complejo, a menudo haces las cosas peor. Es por eso que mucha regulación a menudo lastima a quien se está tratando de ayudar. Es como decir que el bosque no hace suficientes flores amarillas. Puedes, artificialmente, inducir al bosque a producir más flores amarillas. Pero serán escuálidas o menos saludables. Y tendrás otros efectos intangibles que tal vez no quieras. Por querer tener más flores amarillas, puedes acabar con menos rojas de las que dependen algunas lagartijas o ranas o mariposas. Yo preferiría quedarme con la competencia que manipular la imperfección.
-Yo soy más optimista acerca de la regulación. Creo que podemos tomar lo bueno del mercado y mejorarlo.
-Tal vez. Pero lo dudo. Mira cómo el internet ha evolucionado. Los problemas vienen; problemas con niños viendo contenido inapropiado, problemas para mantener transacciones financieras seguras. Pero los empresarios encuentran maneras para resolver esos problemas. Y no sólo encuentran una alternativa. Encuentran muchas que dan la opción a los consumidores. Las soluciones no son perfectas. Algunos chicos siguen mirando cosas que sus padres no quisieran y la información de las tarjetas de crédito sigue siendo robada. Pero si el gobierno se mete para hacerlo mejor aún, ¿crees que el internet estaría donde está ahora? Déjalo solo y florecerá.
Laura pensó un momento.
-Te gusta el bosque –dijo ella-. A mí me gustan los jardines ingleses. Te gusta la maleza y yo estoy a favor de podar un poquito. Si vas a tener un jardín, yo pienso que necesitas un jardinero. O tal vez un equipo de jardineros.
-Si me puedes decir cómo convertir simples mortales en jardineros omniscientes e incorruptibles, entonces estoy abierto a la sugerencia.
-Pues toma esto –Laura guardó silencio un momento sonriendo de oreja a oreja-. Casi he olvidado lo del precio de la tintorería. Si la competencia hace tan buen trabajo protegiendo al consumidor, ¿por qué las mujeres pagamos más que los hombres?
-Sólo adivinando: lavar blusas es probablemente más costoso que las camisas, y el hecho de que tengan un precio más alto refleja ese costo.
-¿Cómo puede ser eso? ¿No son lavadas en el mismo lugar y con los mismos materiales?
-Quizá las blusas toman más tiempo. Tienen todas esas como-se-llamen.
-¿Te refieres a “pinzas”, señor Armani?
-Tú dime. La moda no es mi campo. Pero si las blusas toman más tiempo para lavar, los tintoreros tendrán que cargar más para poder cubrir el costo. Como sea, adivino que si tú abrieras una tintorería que cobrara los mismos precios para las blusas que para las camisas, estarías perdiendo dinero. Si elevas el precio de las camisas para igualarlo al de las blusas, perderás clientes frente a los competidores de bajos precios. Si bajas los precios de las blusas para igualarlo al de las camisas, creo que no podrás cubrir los costos.
-No te creo –dijo Laura.
-Bien. Vamos a recaudar algo de información.
Laura miró a Sam desconcertada. Tomó sus prendas recién lavadas y siguió a Sam a la calle en plena noche, preguntándose a dónde irían. La temperatura había descendido notablemente. Laura lamentaba no haberse puesto algo más abrigado. Tiritó involuntariamente. Sam se quitó la chaqueta y la puso sobre los hombros de Laura mientras caminaban.
-Hey, gracias. ¿Tú estás bien?
-Sí –aseguró Sam-. No vamos lejos.
Cruzaron la calle y caminaron una cuadra. Se detuvieron frente a Capitol Cleaners.
-¿Ahora qué? –preguntó Laura.
-La boca del lobo. Hela aquí –dijo Sam mientras jalaba la campana de la entrada-. Hola, Sra. Williams.
La Sra. Williams había estado en el mostrador de Capitol Cleaners mucho tiempo antes de que Sam conociera el local. La tienda era su orgullo y ella siempre aparecía detrás del mostrador con su cabello negro impecablemente peinado.
-Hola, señor Gordon –dijo ella sonriente como lo hacía con todos sus clientes-. Y Señorita Silver –añadió con una voz de miren-lo-que-tenemos-aquí.
-Usted no cobra lo mismo por lavar blusas que camisas –dijo Sam-. ¿A qué se debe esto?
La señora Williams lo miró con alivio. Se había preocupado de que Laura estuviera insatisfecha con sus blusas recién lavadas.
-Las blusas son más pequeñas que las camisas –dijo-. No encajan en la máquina que usamos para las camisas, así que tienen que ser lavadas a mano. Toma más tiempo de esa manera, así que necesitamos cobrar un poco más. También cobramos más por lavar las playeras de los niños, por la misma razón. ¿Por qué la pregunta?
-Estoy pensando en abrir una tintorería que le haga competencia justo cruzando la calle –contestó Sam, guiñándole a la señora Williams-. Estaba buscando una estrategia para vender más barato que usted. Veo que tendré que venir con otra idea. Gracias por su tiempo.
Sam y Laura se detuvieron afuera de la tienda un momento. Sam estaba deseoso de cantar victoria pero se contuvo.
-Muy bien –aceptó finalmente Laura-. Tú estabas bien y yo mal. Es difícil creer que los tintoreros se acabarían si quieren explotar a las mujeres y los niños.
-No te rindas tan pronto –dijo Sam-. Tal vez elevan los precios en la ropa para niños con tal de poder cubrir su sexista estrategia de precios. Quizá sí cuesta más lavar las blusas pero a lo mejor no es suficiente para subir tanto el precio. Además, tu argumento puede ser que los fabricantes de máquinas para tintorería conspiran y se rehúsan a diseñar una máquina para ropas pequeñas. Aunque tal vez no haya suficientes blusas para lavar que lo hagan rentable. Pero anímate. La señora Williams sabe mucho acerca de mis secretos más íntimos. Ella sabe cuando derramo comida en mis camisas, sabe que compro plumas tan corrientes que se chorrean, y sabe muchas otras cosas más de mi vida por mis ropas. Ahora sabe que paso tiempo con una de sus clientes, algo que debe serle de gran interés. Pero tal vez no sabe la verdadera razón de por qué las camisas y las blusas tienen el precio que tienen. Ella es sólo una simple observación, como decimos los economistas. Tomemos nuestras clases en una investigación de campo y reunamos un poco de evidencia real, de primera mano.
-Buena idea –dijo Laura, sorprendida y contenta de que Sam estuviera poniéndose de su lado más que declarándose triunfador-. Economía cotidiana. Pero dudo poder traer a mi clase de literatura Inglesa a una tintorería para una investigación de campo.
-¿No escribió Dickens acerca de trabajos forzados y de la opresión de la clase obrera?
-Sigo pensando que es poco probable.
-Supongo que sí. Hey, ¿tienes algo planeado para la cena?
Laura miró su reloj y movió la cabeza. –Me gustaría, pero tengo mucho trabajo. Quizá en otra ocasión. Gracias por prestármelo –dijo mientras devolvía el saco a Sam.
A pesar del clima tan fresco, Sam decidió caminar a su departamento en Dupont Circle por la Avenida Connecticut en lugar de tomar el metro. Había sido una conversación amistosa, pero estaba preocupado de si la verdadera razón por la que ella había declinado su invitación a cenar era su carga de trabajo. Pensó que la próxima vez sería buena idea platicar con Laura de algo que no fuera economía. ¿Pero sería posible?
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