Líbranos, señor, de los que se ofenden
Libertad Digital, Madrid
El 25 de diciembre está ya a la vuelta de la esquina y eso significa que es hora de tomar parte en la ancestral tradición navideña de ponerle peros a todas las ancestrales tradiciones navideñas. Australia está varios muchillones de zonas horarias por delante de Estados Unidos –allí puede que sea ya el primer fin de semana después de Navidad– así que tuvieron el honor de inaugurar esta temporada con un titular verdaderamente fantástico:
El "ho ho ho" de Santa Claus es considerado ofensivo para la mujer
De verdad de la buena. Según seguía diciendo el Daily Telegraph, "los Santa Claus de Sydney han recibido órdenes de decir ‘ha ha ha’ en su lugar". Un contrariado Santa Claus le contó al diario de que una empresa de contratación le advertió de no utilizar "el ho" porque podía asustar a los niños y se acerca demasiado al "ho", término vulgar que se emplea para las prostitutas en Estados Unidos.
La verdad, si yo fuera mujer y viviera en Sydney, creo que me ofendería más la suposición de que las mujeres australianas y las prostitutas norteamericanas son tan difíciles de distinguir. Pero lo realmente importante es que el derecho a no ser ofendidos parece ser ahora el más sagrado del mundo. La libertad de expresión, la libertad de asociación o la libertad de movimiento no son nada en comparación con el derecho universal a no sentirse ofendido. Es sólo una cuestión de tiempo que "la formación en sensibilidad" sea acompañada por cursos igualmente rigurosos de "formación en inofensividad".
Un músico amigo mío hizo una vez un bolo en una sesión de música de consulta de dentista y, tras una hora o dos de interpretar insípidos arreglos orquestales de Moon River y Windmills of Your Mind, algunos músicos perdieron la concentración y empezaron a improvisar un poco, ante lo cual el director paró y les amonestó obligándoles a bajar el pistón. En un mundo en el que todo el mundo está dispuesto a ofenderse, es difícil mantener un tono igualitariamente anodino para todos.
Por ejemplo, cuando decía que el derecho a no ser ofendido ahora es el "más sagrado" del mundo, ciertamente no pretendía ofender a las personas no religiosas. En Hannover, New Hampshire, hogar del Dartmouth College, un ateo y una agnóstica han presentado una demanda porque sus tres hijos en edad escolar son obligados a recitar el juramento de lealtad.
Bueno, vale, no se les obligado a recitar a nada. El juramento es voluntario. Se te permite permanecer sentado o, si se quiere ser más discreto, permanecer en pie en silencio, que es lo que hacen durante los himnos en mi iglesia local los yanquis que piensan que cantar no es guay. Pero eso no es suficiente para los protagonistas de nuestra historia. Dado que el juramento menciona a Dios, sus hijos están obligados, en cierto modo, a no decirlo. Y, como argumentan en su demanda, tener que optar por abandonar la participación en un acto voluntario expone a sus hijos a una potencial "presión social" de los demás estudiantes.
El problema es que los tribunales norteamericanos no tienen la tradición de mostrarse comprensivos con este tipo de argumentación. La ACLU y demás entidades litigantes harían mejor en explorar la opción de afirmar que el juramento de lealtad es profundamente ofensivo para los millones de extranjeros ilegales que pese a ello estudian en el sistema público de educación y, por tanto, se ven obligados a prometer lealtad a la bandera de un país del que no sólo no son ciudadanos sino que ni siquiera los ha admitido legalmente como turistas.
Pasemos ahora del sistema escolar de New Hampshire al sistema escolar sudanés, en titular de Associated Press:
Miles de personas en Sudán piden la ejecución de la profesora británica del osito de peluche
La semana pasada, Gillian Gibbons, maestra británica que trabaja en Jartum, uno de los peores vertederos sin vías de solución del planeta –esteeee, quiero decir una de las hebras más vivas y vibrantes en el rico tapiz de nuestro mundo multicultural–; en fin, lo que sea; la señorita Gibbons fue condenada la semana pasada a quince días de prisión por ser culpable de, ejem, permitir que un osito de peluche se llamara "Mahoma". No fue tan idiota como para ponerle ese nombre al osito ella sola. Pero, en una poco aconsejable incursión sudanesa en la democracia, dejó a sus alumnos someter a votación qué nombre querían ponerle al osito de la clase y, siendo como eran buenos musulmanes, votaron por su nombre favorito: Mahoma.
Craso error. Al parecer existe una sección entera en el Corán que explica que has de ser decapitado si bautizas juguetes blanditos en honor al Profeta. Bueno, en realidad no existe, pero ¿por qué dejar que esos detalles teológicos te priven de la oportunidad de darle al infiel lo que se merece? Se considera afortunada a la señorita Gibbons por haber sido condenada a 15 días de prisión, cuando el tribunal le podría haber impuesto seis meses y 40 latigazos. Pero ni siquiera eso habría sido bastante bueno para la turba de Jartum. Los manifestantes gritaban "Sin clemencia, ejecución", "Matarla, que la fusilen " y "Debería darle vergüenza al Reino Unido", ese maldito país que insiste en enviarnos profesoras de parvulario imperialistas a imponerles peluches idólatras a los niños de Sudán.
El saber si los británicos están en posición de defender a la señorita Gibbons es también algo cuestionable tras un veredicto de un tribunal británico esta semana: tras un altercado con otro conductor, a Michael Forsythe se le impuso una pena de 10 semanas de prisión por "alteración del orden con agravante racista" al llamar a Lorna Steele "perra inglesa". ¿Con agravante racista, se preguntará usted? Pues sí, porque en realidad Steele no es inglesa, sino galesa.
No obstante, en el momento exacto en que Gillian Gibbons llamaba la atención de las autoridades sudanesas, una mujer saudí de 19 años era condenada a 200 latigazos y seis meses de prisión. ¿Su crimen? Había sido secuestrada y violada colectivamente por siete hombres. Originalmente había sido condenada a 90 latigazos, pero su abogado apeló y, por tanto, el tribunal subió a 200 y pena de cárcel. ¿Hay alguien en las calles de Sudán o en cualquier otra parte del mundo musulmán que quiera manifestarse contra eso?
Oriente es Oriente y Occidente es Occidente, y en ambas partes nos ofendemos por nada: Santa Claus que dicen "ho ho ho", osos de peluche llamados Mahoma. Y aún así la diferencia es reveladora: los ya anuales demandas contra Santa en "la guerra de las Navidades" y la determinación por abolir hasta expresiones de fe tan anodinas como el juramento de lealtad son ataques a la posibilidad misma de una cultura común. En cambio, la estupidez del osito de peluche es una cruda demostración de un músculo cultural dispuesto a domesticar e intimidar. Cuando Oriente se encuentra con Occidente, cuando unos ofendidos musulmanes se encuentran viviendo en países occidentales, descubren que las dos técnicas son útiles: algunos desfilan por la calle al estilo Jartum exigiendo que el Papa sea decapitado, otros utilizan los mecanismos legales occidentales de la cultura del agravio perpetuo para censurar a sus detractores.
Quizá haya en alguna parte de Sydney una mujer genuinamente ofendida por escuchar a Santa decir "ho, ho, ho", igual que esos inquisidores ateístas afirman estar genuinamente ofendidos por el juramento de lealtad. Pero sus protestas son frívolas y decadentes, y hay grupos más decididos que están utilizando los patrones establecidos por esas quejas continuas para censurar todo posible debate sobre cosas de las que deberíamos estar hablando. La posibilidad de ofender y ser ofendidos es lo que diferencia a Sudán de las sociedades libres.
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