La urbe y la selva
Por Secundino Núñez
ABC Digital
Estas últimas declaraciones que ha hecho el presidente Hugo Chávez, afirmando que los guerrilleros de las FARC están inspirados y forman parte de la revolución bolivariana, y que hay que reconocerlos como legítimos movimientos de la oposición antiimperialista, deben despertar con fuerza nuestra conciencia cívica civilizada y democrática. Y hay que ir hasta el fondo de estas ideologías desatinadas y siniestras, para desenmascarar la virulencia y el grave peligro que entrañan para la política y la paz de Latinoamérica.
Hacemos política humana, la racional y libre, en la medida en que dejamos la selva, con los hábitos primitivos de fiereza y condiciones salvajes de existencia. Hacemos política en la medida en que dialogamos con buena fe y parresia, nos pasamos la mano, nos unimos en matrimonio y hacemos juntos perseverantes obras de cultura. “Convivir el recto orden jurídico y conversar la palabra limpia y fidedigna” han sido siempre los caminos para abandonar la barbarie y lograr la nobleza de la polis.
No se hace política con la cara encapuchada, apuntando con el fusil o la flecha y asesinando a mansalva con el puñal o la cimitarra. No se hace política avasallando derechos y pisoteando la libertad del prójimo.
Mucho esfuerzo ha hecho el hombre, a lo largo de los siglos, para salir de la feracidad y rudeza primitivas hasta llegar a la urbe, es decir a la polis, practicando costumbres e instituciones civilizadas.
Recuerdo ahora los versos de aquel poeta latino Rutilio Namaciano (S.V. d C.) nativo de las Galias, pero enamorado de la civilización y cultura romanas. Hizo un viaje a Roma para conocerla y admirarla más de cerca. Cuando volvía a sus tierras, escribió un bello poema de exultación. Uno de sus versos exaltaba a Roma diciendo: “urbem fecisti quod prius orbis erat – has convertido en URBE lo que antes era ORBE”.
Por eso, y por mucho más, nos parece un desatino perverso esto de proponer como un camino de política a un sistema de guerrilla fuera de toda ordenación jurídica y fuera de toda comunión humana, racional y libre.
Cuesta creer que un gobernante sano de juicio, y responsable del alto cargo que funge, se atreva a pedir a los pueblos civilizados y a los otros estados de derecho, reconocimiento y aplauso para obscuros y desalmados guerrilleros. Querer cohonestar estas pretensiones con razones ficticias de antiimperialismo o populismo, significa que estamos capitulando en los valores más logrados del humanismo democrático.
Si a ese paso vamos, tímidos e indulgentes con esta u otras mafias, nada extraño que el día de mañana nuestra pobre historia se precipite en la sombría noche de la más infausta situación silvícola.
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