El capitalismo y sus filisteos
Por Sergio Muñoz Bata
El Nuevo Herald
Para intentar entender la posición de los dos aspirantes demócratas a la nominación de su partido sobre el libre comercio es necesario trazar coordenadas de sus campañas electorales en el espacio y en el tiempo.
En Ohio, un estado maltratado en la globalización, la apuesta fue rebasar el proteccionismo del otro. En Texas, un estado beneficiado por el Tratado de Libre Comercio de Norteamérica, la consigna fue enfatizar otros temas.
Tampoco ayuda la revisión de sus respectivos expedientes. El de Hillary Clinton es confuso porque en el Senado votó en favor de todos los tratados de libre comercio, salvo en el caso del CAFTA, el acuerdo con 4 países centroamericanos y con República Dominicana. La posición de Obama es todavía más difícil de entender no sólo por las señales contradictorias que manda, sino por las confusiones que parece tener en temas de política exterior. Votó contra el CAFTA y en favor de un TLC con Omán. Sobre el NAFTA ha dicho que negociaría con el presidente de México y con el de Canadá un nuevo acuerdo. ¿No sabe que en Canadá no hay presidente? Y para fundamentar su rechazo al NAFTA ha dicho que ese tratado ¡generó el desplazamiento de fábricas estadounidenses ¡a China!
Hundidos en el oportunismo político, ahora los demócratas quieren destruir la única gran constante de la política exterior norteamericana hacia América Latina, la firma de tratados de libre comercio con México, Chile, Guatemala, Honduras, El Salvador, Costa Rica, República Dominicana y Perú que empezó por George H. W. Bush, prosiguió con Bill Clinton y continúa con George W. Bush.
Vituperado por unos y alabado por otros, el capitalismo ha sobrevivido hasta nuestros días conservando sus rasgos esenciales y, a partir de la Segunda Guerra Mundial, el principal promotor de la economía de mercado y del libre comercio ha sido Estados Unidos. De hecho, la iniciativa para crear el primer gran tratado de libre comercio entre Estados Unidos y un país de América Latina no surgió en México. Fue George H. W. Bush quien, en noviembre de 1988, le propuso a Carlos Salinas de Gortari establecer una zona de libre comercio entre México y Estados Unidos.
La reacción de Salinas fue cautelosa. Salinas temía embarcarse en una negociación sobre comercio al tiempo que renegociaba una enorme deuda exterior. La asimetría entre las dos economías también le causaba temor, pero el problema de fondo era »cómo entenderse con un adversario histórico que, además, pasa a concentrar el poder mundial». Para fines de 89, Salinas sabía que la viabilidad de México en la globalización dependía de su integración en su bloque comercial natural. En marzo 1990, Bush acogió con entusiasmo la dilatada respuesta afirmativa de México para iniciar negociaciones.
De entonces a la fecha no han faltado las críticas a la insuficiencia del comercio como principio rector de política exterior ni críticos que cuestionan los beneficios concretos de dichos pactos. Pero aun aceptando las obvias limitaciones del libre comercio para resolver los problemas económicos de los países es evidente que sin dichos acuerdos todos los países que los han suscrito estarían peor de cómo están ahora.
No es digno de un candidato presidencial caer en el oportunismo político dependiendo de la región donde hace campaña y de los términos específicos de sus negociaciones con sindicatos para obtener el voto de sus afiliados. Si Clinton y Obama en verdad quieren mejorar la imagen y el prestigio de la política exterior norteamericana, tan deteriorados desde la invasión a Irak, lo que tienen que hacer es retomar las buenas iniciativas de sus antecesores y dejar de actuar como vulgares filisteos.
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