EE.UU.: El cambio de la hora
Por el Rev. Martín N. Añorga
Diario Las Americas
En concordancia por lo prescrito en la Ley Energética aprobada por el Congreso el 29 de julio del 2005 y firmada por el presidente George W. Bush el 8 de agosto del mismo año en el Observatorio Nacional enclavado en las montañas Sandía, cerca de la ciudad de Alburquerque, en Nuevo México, hoy, domingo 9 de marzo, todos los americanos hemos amanecido con una hora de adelanto en nuestros relojes.
Este cambio, conocido como el “daylight saving time”, (en español hemos optado por la expresión “horario de verano”), se produce con el interés de reducir el consumo de electricidad, y a la vez ofrecer a los ciudadanos la oportunidad de disfrutar de una hora adicional de luz solar.
Hoy día, con la tecnología de que disponemos, nuestras computadoras, la mayoría de los equipos eléctricos hogareños y los teléfonos celulares se adaptan automáticamente al cambio de hora. Quizás la retirada de dinero de los cajeros automáticos o los pagos con tarjeta bancaria pudieran ser anotados en la hora incorrecta, y probablemente algunos itinerarios de vuelos internacionales se afecten si no se establece la conexión apropiada con los países involucrados; pero en términos generales el único efecto personal que produce el que nos quiten una hora es que nos despertemos soñolientos y tengamos que pasar un par de días antes de que nos acostumbremos al cambio.
Los que suelen inquietarse porque el adelanto de la hora se produzca en la madrugada del domingo son los clérigos. De seguro que hoy domingo muchas personas llegarán tarde a los servicios religiosos de sus iglesias u optarán por no asistir al descubrir que olvidaron ajustar los relojes caseros.
El cambio de hora, como también llamamos los hispanos al “daylight saving time” tiene antecedentes que se remontan a los tiempos de la Primera Guerra Mundial. La idea del cambio de horario fue formalmente adoptada por primera vez en los Estados Unidos mediante una ley firmada el 19 de marzo del 1918. En tiempos de paz se mantuvo en algunos estados el cambio de hora, y en otros no, lo que creaba confusiones especialmente para los que tenían que viajar. Finalmente, en el año 1966 el Congreso aprobó la ley llamada “Uniform Time Act”, de aplicación nacional. Sin embargo, para ser justos, es apropiado informar que la más antigua mención de que se tiene noticia sobre el tema del cambio de hora se atribuye a un breve ensayo, con cierto tono festivo, escrito por Benjamín Franklin en el año 1784.
Es de notarse que el cambio de hora tiene efectos diferentes en marzo y en noviembre, cuando se nos devolverá la hora que hoy nos han quitado. En marzo, cuando se pierde de pronto una hora de sueño, hay personas que se sienten afectadas. Se ha demostrado estadísticamente que el primer lunes inmediato al cambio de la hora, en la mañana los accidentes de tránsito son más comunes; pero a lo largo de los días, se recibe el beneficio de disponer de más luz solar al atardecer, lo que produce el efecto inverso de que se reduzcan los accidentes de tránsito en las horas vespertinas.
El tema del tiempo siempre ha fascinado a la humanidad. Desde la época de los sumerios, hace más de 5,000 años, se mantiene vigente el interés en la medición del tiempo. A pesar de todo, sin embargo, no existe una definición universal del tiempo que disfrute de unánime aceptación. Lo único cierto es que el tiempo se mueve – si es que se mueve – en una sola dirección. Por mucho que lo intentemos no hay forma alguna de regresar al pasado. De ese imposible se han nutrido las fantasías propias de las películas hechas en Hollywood. Es, pues, un axioma elemental que el tiempo no puede ni perderse ni desperdiciarse, porque no se recicla. Como se quejaba Pierre de Ronsard en su “Continuación de los amores”: “El tiempo pasa, señora, el tiempo pasa; pero ¡ay!, no es el tiempo: pasamos nosotros”.
Detrás de la decisión de cambiar la hora no hay explícita una consideración filosófica. Se trata sencillamente de algo pragmático. No hay cambio que le alargue ni le quite horas al día. Sin embargo, como decía Marcel Proust, “los días son tal vez iguales para un reloj, pero no para el ser humano”. Hay en La Biblia un capítulo en el libro de Eclesiastés donde se afirma que para todo hay tiempo debajo del cielo. “Todo tiene su momento oportuno: hay un tiempo para todo lo que se hace bajo el cielo”, dice el texto sagrado. Y probablemente lo más sensato que señala es que hay “un tiempo para nacer, y un tiempo para morir”.
Es claro, pues, que si nosotros vivimos en la línea constante del tiempo, sabiendo que el término de esa línea se nos acorta con cada paso que damos, tengamos interés en aprovecharlo al máximo. Aunque el cambio de hora no se fundó necesariamente en esa filosofía, por lo menos nos hace pensar en un tema que generalmente obviamos, que es el de meditar en el valor del tiempo. “En cada momento uno muere momentáneamente”, decía Charles Morgan. Nosotros creemos, en efecto, que una sabia manera de exaltar el valor de la vida es la de estirar al máximo el disfrute del tiempo, y éste, en el espacio de geografía en el que vivimos, lo asociamos en su plenitud con la brillante luz del sol.
El domingo 2 de noviembre, casi acercándonos al invierno, se nos devolverá la hora que nos piden “prestada” el 9 de marzo. Disfrutemos, mientras tanto, en esta etapa del año del espacio de sol que vamos a ganar, aprovechando agradecidamente el sagrado regalo del tiempo que nos concede Dios.
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