Es hora de levantar el embargo
Han pasado casi cinco décadas desde que el gobierno de Estados Unidos impusiera a Cuba un férreo embargo comercial con el fin de provocar la caída de Castro. Lejos de precipitar el hundimiento del régimen comunista, el embargo ha contribuido a mantenerlo vivo sirviendo de chivo expiatorio de sus fracasos.
El embargo comercial es juzgado, como tantas políticas públicas, más por sus intenciones (y la imagen que proyecta de nosotros) que por sus resultados. El objetivo declarado de la Libertad Act es presionar al Gobierno comunista para que inicie la transición a la democracia. La suspensión del embargo está condicionada a la instauración de un régimen democrático que respete los derechos humanos, luego es indudable que el Gobierno cubano puede poner fin al embargo si tiene la voluntad de hacerlo. El embargo, además, satisface en la gente el reclamo moral de "hacer algo" contra la injusticia (la inacción estatal suele interpretarse como "no hacer nada") y está en sintonía con la actitud tipo "Harry el sucio" que nos gusta exhibir en este tipo de situaciones.
Desde un punto de vista ético el embargo es problemático por varias razones. El Estado obliga a todos los individuos bajo su jurisdicción a boicotear a Cuba, en lugar de permitir que el boicot sea voluntario y cada uno tome su propia decisión. Se arguye que en realidad no se está prohibiendo el "libre comercio con el pueblo cubano" sino el comercio con el Estado cubano, que controla casi toda la economía. Este argumento es descriptivamente cierto pero no resuelve la cuestión a favor del embargo. Para empezar, no comerciamos colectivamente como pueblo, comerciamos individualmente como consumidores y productores, lo que resulta en una gama heterogénea de relaciones comerciales: con respecto a un mismo país, algunas personas comercian con individuos y empresas privadas mientras otros tratan con empresas públicas o fuertemente subsidiadas. En Cuba el sector privado es muy pequeño (el Estado consume el 72% del PIB y emplea al 75% de la población), pero no es inexistente. Un embargo condena a todos por igual, imposibilitando los pocos intercambios voluntarios que pudieran tener lugar.
Por otro lado, la lista de relaciones comerciales corrompidas por la intervención del Estado es interminable. Si la gasolina de nuestro coche proviene de Saudi Aramco estamos financiando la dictadura de Arabia Saudita. Si compramos un ordenador Lenovo estamos financiando al Gobierno chino, principal accionista de esa compañía. En el día a día nos hemos resignado a convivir con esta imperfecta y penosa realidad (aunque a menudo somos libres de evitar este tipo de relaciones si queremos). El comercio con Cuba está lejos de ser puro e inmaculado, pero también lo están muchas otras relaciones comerciales que toleramos o incluso practicamos abiertamente.
El embargo, además, prohíbe a los ciudadanos y residentes estadounidenses viajar a Cuba (aunque sea para alojarse en casas privadas) y pone un tope a las remesas que pueden enviar los cubano-americanos a sus familiares en la isla. Los cubanos en Estados Unidos solo pueden visitar a sus parientes inmediatos una vez cada tres años. Tratar de justificar estas restricciones arguyendo que "el embargo no prohíbe el libre comercio" es aún más difícil.
El comercio (o su ausencia) con un país socialista también repercute en el población civil, aunque sea de un modo más indirecto (e ineficiente) porque casi todo pasa a través del Estado. De hecho, el embargo debe repercutir en la población civil si quiere cumplir su objetivo. La lógica implícita en los embargos comerciales con ánimo reformista es la siguiente: el embargo provoca carestía añadida de bienes y servicios, la sociedad sufre esa carestía y advierte que el Gobierno podría suprimirla si accede a las reformas, la sociedad presiona al Gobierno para que implemente reformas. Por tanto, el embargo solo ejerce presión sobre el Gobierno si la población sufre. Un claro ejemplo de la odiosa máxima de que el fin justifica los medios.
Algunos de sus proponentes replican que el embargo estadounidense no empobrece a los cubanos, porque Cuba puede comerciar con el resto del mundo. Si esto es así, entonces el embargo es inútil, y no hay razón para mantenerlo. Cuesta creer, no obstante, que el coste de oportunidad de no poder acceder a la inversión, a los productos y al turismo de la primera economía del mundo, que además está a dos pasos de la isla, sea insignificante.
Los defensores del embargo cubano deberían apoyar, si son coherentes, un bloqueo internacional de duración indefinida. En rigor deberían incluso oponerse a las excepciones que autorizan la importación de comida y medicamentos, pues alivian la carestía de la población y la presión sobre el Gobierno. Además, cabe preguntarse qué opinarían los cubanos de un embargo internacional que iba a sumirles aún más en la pobreza, y si sus valedores lo impondrían en contra de su voluntad "por su propio bien". Si uno está en contra de estas medidas tan drásticas (que más bien son una reducción al absurdo) debería oponerse también al embargo estadounidense, que es la misma política pero a una escala más reducida.
El embargo no sin embargo es la causa de todos los males de Cuba. Cuba es pobre principalmente porque es comunista. A Castro el embargo le ha servido para decir lo contrario: los males que padece Cuba son por culpa del embargo, y el comunismo funciona a pesar del embargo. Como la propaganda del régimen es la única versión que se tolera en Cuba, muchos cubanos se la han creído, y en lugar de presionar al Gobierno para que aplique reformas se han vuelto más anti-americanos y más castristas.
La suspensión del embargo no es la panacea, pero puede contribuir a la erosión del régimen. El comercio, la inversión y el libre movimiento de personas traerían más bienestar y nuevas ideas a la sociedad cubana. Habría más interacción entre estadounidenses y cubanos, y la interacción ayuda a cambiar mentalidades, que es lo que lleva a la población a exigir cambios. El bienestar genera una demanda de libertad política, mientras que las sanciones son utilizadas por el Gobierno para desviar las miradas y las críticas hacia los enemigos externos. Ahora que Castro ha cedido la jefatura a su hermano Raúl podría ser un buen momento para levantar el embargo, ya que el gobierno norteamericano puede salvar las apariencias más fácilmente. Aunque en realidad, como apunta David Henderson, siempre ha sido un buen momento.
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