Noticia de La Habana
Por Eduardo Escobar
El Tiempo, Bogotá
Cuba fue en 1960 el escándalo de una esperanza de realización para quienes tuvimos entonces 15 años y ningún futuro. Castro era un joven Cristo con la mirada límpida puesta en el cielo, apoyado en un fusil, como lo retrataban las revistas de todo el mundo. Ícono de la pureza revolucionaria junto a su gallada de desaforados, como el Che Guevara, ese argentino apocalíptico, híbrido de Cantinflas y Juan Evangelista, un tipo tierno pero bruto empeñado en mejorar el mundo con una dialéctica del odio de su invención, atizando incendios y organizando genocidios.
Cuba era una capital intelectual del mundo más importante que París y Nueva York. Todos los talentos de la Tierra paseaban La Habana atentos al experimento tropical. Poetas, pintores, filósofos como Sartre, que dejó testimonio en un libro apasionado, Huracán sobre el azúcar. Cortázar, Ernesto Cardenal, Allen Ginsberg.
Sin embargo, comenzó a asomar un rostro aciago detrás de los logros de la alfabetización y la fiesta plural de artistas. Y la realidad impuso su mandato: era imposible en la cuna del mambo, junto al Tropicana, la fantasía económica de un aburrido periodista alemán que además había sido tergiversada en burocracia con horrible suerte por una cuerda de judíos esteparios, y pervertida en crueldad policial por Stalin, un ex seminarista ladino y paranoico.
El modelo ruso y su reflejo cubano condujeron al fracaso en un proceso paralelo y amargo la ilusión del Reino de la Tierra, de una libertad secular. El socialismo con rostro humano del principio paró en la fatalidad del socialismo real, expresión que escondía la aparición impensada de una aristocracia de partido fundada en el color de las ideas como antes se fincaba en la sangre.
A pesar de la caída de la conspiración espartana de la Rusia soviética, Cuba mantuvo el hechizo por la obstinación de Castro. Pero Castro envejeció derivado de Cristo Dictador en el fantasma de un profeta patético que ya no puede ocultar la tristeza de su proyecto de vida, la frustración de una sociedad para la dicha.
Grave como un padre en derrota, Fidel duele hoy en el alma. Para uno que lo amó a los 15 años como a un redentor el tamaño de su melancolía se siente como un peso propio, como la última prueba de que todos los planes de la buena voluntad están condenados en el porvenir.
En el documental de Oliver Stone que pasaron por la televisión colombiana Fidel recuerda al viejo caballero de la triste figura. Su voz me conmovió aguada por el llanto reprimido, preguntando al mar habanero, ante un mundo inesperado que la ortodoxia marxista no previó porque es imposible pensar en pandilla: por qué le dieron esto al pueblo, por qué le mostraron esto al pueblo. Se lamentaba. Refiriéndose a la tecnología globalizadora de las comunicaciones, los teléfonos celulares, Internet. A todo eso que ahora comienzan a tener los cubanos en derecho, mientras él se obstina en vivir para contemplar la polvareda de su utopía.
Consolado por el triunfo irrisorio de haber sobrevivido de milagro a centenares de intentos de asesinato, y al bloqueo. Corroborando la torpeza de los servicios de espionaje yanqui para la política y el crimen al mismo tiempo.
El uso de los teléfonos celulares permitido por su hermano Raúl arrastrará otras cosas en Cuba: el derecho a leer lo que le dé la gana, por ejemplo. A salir de la minoría de edad. Y detrás vendrá el final de la Cuba de Fidel.
A una laureada escritora colombiana le preguntaron en una entrevista su opinión sobre Cuba. Y respondió. Es nuestro sueño. Eso le pasa por acostarse con el estómago lleno.
Mientras tanto, Cuba comienza a despertar de una fábula que trastornó la pesadilla, al reino de los desórdenes del individualismo.
Atroces también, como la Utopía colectiva, hay que decirlo. Pero abiertos a todas las posibilidades, incluso al error. Y donde, sobre todo, puedes expresarlo sin temor a los funcionarios.
- 16 de diciembre, 2024
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