La labor sindical en la educación
Por George Will
Diario de América
Remontémonos con dificultad a los recuerdos placenteros del pasado para conmemorar el deprimente 25 aniversario esta semana del informe de una comisión nacional que movió al unísono a los norteamericanos a prometer mejorar. Hoy la nación todavía ignora lo que se había aprendido años antes de 1983.
El Senador Daniel Patrick Moynihan dijo maliciosamente una vez que los datos indicaban que el principal determinante de la calidad de los centros públicos, medida en función de las pruebas estandarizadas, era la cercanía del centro a Canadá. Se refería a que la correlación geográfica era más clara que la correlación entre notas altas y el elevado gasto por alumno.
Moynihan también sabía que las escuelas no pueden compensar la desintegración de las familias, y por tanto de las comunidades — los principales transmisores del capital social. Ninguna reforma puede permitir a las escuelas hacer frente al 36,9 por ciento de todos los chicos y el 69,9 por ciento de los chicos negros hoy nacidos fuera del matrimonio, lo cual significa, entre muchas otras cosas, una prole continuamente renovada de varones adolescentes ingobernables .
Chester Finn, antiguo asistente de Moynihan, observa en sus espléndidas memorias nuevas («Alborotador: una historia personal de la reforma escolar desde el Sputnik”) que durante la escasez de puestos de trabajo en la era de la depresión, los institutos eran utilizados para alejar a los estudiantes del mercado laboral, desviando a muchos a clases no académicas. Hacia 1961, esas clases habían alcanzado el 43 por ciento de todas a las que asistían los estudiantes.
Tras 1962, cuando la ciudad de Nueva York firmaba el primer contrato de negociación colectiva con los profesores, los profesores comenzaron a pasar de ser miembros de una profesión respetada a ser simplemente otro colectivo con peso político que lucha por más dinero público. Entre 1975 y 1980 hubo un millar de huelgas implicando a un millón de profesores cuyos salarios se elevaban al mismo tiempo que las notas de los estudiantes en los exámenes estandarizados descendían.
En 1964, las notas de la selectividad entre los estudiantes de orientación universitaria alcanzaron el máximo. En 1965, la Ley de Educación Elemental y Secundaria plasmó la confianza en la correlación entre entradas financieras y resultados cognoscitivos en educación. Pero en 1966, el informe Coleman, resultado del mayor proyecto de ciencias sociales de la historia, llegaba a una conclusión tan «sísmica» — descripción de Moynihan — que el gobierno casi rechaza publicarla.
Difundido discretamente el fin de semana del 4 de Julio, el informe concluía que la calidad de las familias de las que llegaban a la escuela los alumnos importaba mucho más que el dinero como pronosticador de la eficacia del centro. El común denominador crucial de los problemas de raza y clase — las familias rotas — habría de ser confrontado.
Pero no lo fue. En su lugar, se buscaron panaceas banales — sueldos de profesores más elevados, clases más reducidas — al tiempo que los centros superiores eran reducidos para ofrecer un remedio a los estudiantes universitarios de primer año.
En 1976, por primera vez en sus 119 años de historia, la Asociación de Educación Nacional, el sindicato de profesores, apoyaba a un candidato presidencial, Jimmy Carter, que devolvió el favor creando el Departamento de Educación, un monumento a la premisa de que el dinero y los programas del gobierno importan por encima de todo. A instancias de la Asociación, la nación ha expandido la cifra de profesores con mucha mayor rapidez de lo que ha crecido la cifra de estudiantes. Contratar a más profesores, en lugar de los más competentes, significaba más miembros del sindicato que pagan cuota.
Durante décadas, las escuelas han sido tratadas como laboratorios de diversos experimentos de calidad. Las chifladuras incubadas en las facultades de educación nos dieron las aulas «abiertas», profesores como «catalizadores del aprendizaje» en lugar de transmisores del conocimiento, abandono de un canon literario en nombre del «multiculturalismo» y demás, dando lugar a una mayoría de graduados de la secundaria que no sabían situar la Guerra Civil en la mitad de siglo acertada.
En 1994, el Congreso decretó con gran pompa que antes de 2000, el ritmo de graduación en los institutos sería de «al menos» un 90 por ciento y que los estudiantes americanos serían «los primeros del mundo en comprensión matemática y científica». Moynihan, equiparando tales objetivos con las cuotas del grano soviéticas — solemnemente declaradas, nunca satisfechas — decía: «eso no va a suceder». No sucedió.
Moynihan era un neoconservador antes de que el neoconservadurismo se convirtiera en una doctrina de arrogancia en política exterior. Originalmente enseñaba la humildad política nacional. Moynihan, científico social, entendía que las ciencias sociales no nos dicen qué hacer, sino lo que no está funcionando, lo cual incluye hoy No Child Left Behind. Finn piensa que No Child Left Behind entendió las cosas al revés: «La ley debería haber fijado estándares y medidas uniformes para la nación, y después dado libertad a estados, distritos y centros para dar lugar a esos resultados como pensaran que fuera mejor”.
En su lugar, dejó los estándares en manos de los estados, los cuales tienen un estímulo para sobre simplificarlos con el fin de facilitar la conformidad.
¿Una nación en peligro? Hoy más que nunca.
© 2008, The Washington Post Writers Group
- 25 de noviembre, 2013
- 8 de junio, 2012
- 16 de junio, 2013
Artículo de blog relacionados
- 11 de junio, 2023
VOA El presidente de Venezuela, Hugo Chávez, crítico una vez más el sistema...
26 de marzo, 2011- 12 de diciembre, 2007
- 2 de abril, 2011