Para entender el corazón humano
Por Tomás Eloy Martínez
La Nación
Es una tarde plácida de lunes y en los alrededores del Museo del Prado, en Madrid, el aire está impregnado de tanta paz que ni las quejas entrecortadas de una ambulancia lejana permiten anticipar lo que el Museo mostrará este verano a sus visitantes. La exhibición –que no había empezado todavía ese lunes: abriría al día siguiente– se llama “Goya en tiempos de guerra”, pero es más que eso. Es la mirada implacable de un observador genial, Francisco de Goya, cayendo sobre los pliegues de una sociedad satisfecha de sí misma, confiada en su invulnerable eternidad. Sobre las crueldades de ese mundo se precipita de pronto un yugo aún más cruel, más ciego, y las peores pasiones de la condición humana rompen entonces todos los diques de la piedad y la vergüenza.
Son alrededor de doscientas obras de todos los géneros –grandes óleos, grabados, dibujos, bocetos, estampas– que han llegado al Prado desde museos e instituciones dispersos por el mundo. Algunas son tan célebres que sorprende verlas como tan sólo un coro de la gran sinfonía goyesca: La familia de Carlos IV, la Cabeza de cordero y costillares, el retrato de la duquesa de Alba con vestido y perro blancos, La maja desnuda, la Casa de locos, el Vuelo de brujas, Salvajes descuartizando a sus víctimas, el autorretrato conmovedor de 1815 y, por supuesto, las estampas de tauromaquia y la serie sombría sobre los desastres de las guerras napoleónicas, con su cortejo de mutilados, empalados, ahorcados: una condensación simbólica del odio oceánico que el hombre es capaz de sentir por los prójimos de su especie.
Ni una sola de las muchas veces que he pasado por Madrid he dejado de visitar el Prado, que sigue pareciéndome el mejor museo del mundo y el único en el que hasta las imágenes más conocidas y familiares resucitan con una luz siempre nueva.
Después de subir las escalinatas de la calle Felipe IV y acceder a la muestra de Goya por una entrada lateral, camino cien metros y en la travesía me detienen dos fulgores sorpresivos. Uno, en el muro de la derecha, es una obra de José de Ribera que parece haber estado siempre allí y a la que, sin embargo, no había prestado atención: La mujer barbuda, de 1631. El lienzo es perturbador porque la mujer, cuyo nombre era Magdalena Ventura, tiene una barba poblada y un niño en brazos, al que ofrece su pecho rebosante. No menos barbudo, el marido orgulloso la contempla a hurtadillas, de pie en segundo plano.
Quien avance otros cincuenta metros por el pasillo descubrirá, si por azar lleva su mirada hacia la izquierda, el esplendor siempre vivo de las Meninas, que están allí como quien no quiere la cosa, protegidas por un arco suntuoso de medio punto. Nada de esto tiene que ver con la muestra de Goya, pero aunque el visitante no acierte a saber por qué, es la preparación imprescindible para lo que se va a presenciar, como el perfume de humedad y el viento sin freno que preceden a las borrascas.
Hasta ver las obras de Goya en tiempos de guerra yo pensaba que no es propio del arte exponer la crudeza del horror, que no hace falta, que ya la realidad y las fotografías de la realidad hablan con elocuencia suficiente. Pero lo que parecería exigir un sistema de alusiones y de referencias simbólicas, en Goya carece de sentido. Su lenguaje directo, abierto, descubre que el horror no sólo sucede fuera y lejos, sino también dentro de cada uno de nosotros, en lo más hondo de la naturaleza humana.
La mera contemplación del mal, por ajeno que sea, nos transforma en cómplices inevitables.
Susan Sontag ha señalado que hay cierta obscenidad implícita en el acto de mirar el horror de los otros. Goya nos libera de esa obscenidad. Clava las espinas de su arte de manera tan profunda que logra infligir a los espectadores de sus obras cada laceración, cada tormento, cada una de las agonías que sufren sus personajes. La sombra del mismo mal cae sobre todos.
En el Museo de aquel lunes por la tarde, los crímenes de los invasores franceses contra los defensores españoles, en 1808, se transfiguraron también en las matanzas aluvionales de Gengis Kan y de la conquista de América, en los crímenes de Pol Pot y de Vietnam, en los espantos concentracionarios de los nazis, en los holocaustos ordenados por Stalin y por los asesinos tribales de Ruanda, en las víctimas de la revolución cultural china y de las incontables dictaduras latinoamericanas, en los millones que perecieron durante el genocidio de Armenia, en las guerras de religión, en Hiroshima y Nagasaki, en Irak ahora, en los vencidos por el hambre tanto en Somalia como en Biafra y en los campos de niños esclavos dispersos por todo el continente americano. Es una lista incontable de sufrimientos que Goya concentra en unas pocas imágenes tan atroces como necesarias. Su guerra es una guerra en la que están todos los hombres, toda la historia. Por eso mismo el artista jamás toma partido: el horror llega tanto de la mano de los franceses como de los defensores españoles. El odio es una infección que enferma por igual a un bando y al otro.
Además de un artista superlativo, Goya es también un extraordinario narrador. Las ochenta imágenes en las que trabajó entre 1810 y 1812, reunidas bajo el nombre “Los desastres de la guerra”, llevan títulos que permiten bajar hacia el interior de los hechos con el temblor de quien se prepara para sufrirlos. En sucesión, esos títulos refieren historias, componen un relato tan inolvidable como la mejor de las novelas: No se puede mirar, Duro es el paso, Y no hay remedio, ¡Grande hazaña! ¡Con muertos!, Enterrar y callar, Lo peor es pedir, No quieren. Goya se permitió a sí mismo una libertad tan absoluta que aún ahora es difícil entender los extremos de incorrección política a que pudo llegar. Esa incorrección es precisamente la que confiere a su arte perduración y fuerza. Cuando le encomendaron los grabados, otros dos artistas fueron invitados a que hicieran lo mismo. Sus nombres se habrían olvidado si no fuera porque Goya estaba en el mismo taller de Zaragoza. Se llamaban Juan Gálvez y Francisco Brambila, y sus obras están allí, en el Prado, como una nota al pie de página de la grandeza. Por curiosidad, me acerqué a verlas. Lo que en Goya es estremecedor, en ellos es un drama ingenuo y anticuado, que no deja la menor herida en la mirada.
En la guerra que narra Goya, la crueldad y la saña no tienen banderas. Un ejemplo al pasar basta para demostrarlo. En aguafuertes sucesivos, Con razón o sin ella y Lo mismo, dos soldados franceses clavan sus bayonetas en españoles indefensos que sangran por la boca; y, en seguida, un español de rostro enloquecido se dispone a rematar de un hachazo al ya indefenso soldado francés que atina apenas a protegerse con la mano. Hay incontables escenas como ésas, en las que víctimas y verdugos truecan sus lugares y sus sentidos. La historia se va volviendo insensata, carece de razón y el espectador mismo del horror se siente perdido en tiempos y lugares donde todo sucede con tal intensidad y perfidia que por un momento parece que se retirara el aire.
Aunque la ventilación del Prado tiene una cuidada y constante perfección, algunos de los visitantes que comparten conmigo esa tarde de lunes se dejan caer, abrumados, en los bancos de los salones. Una señora joven que lleva a su madre en silla de ruedas, se queja de que le cuesta respirar. Ante una escena de empalamiento, un hombre se tapa los ojos. Así como la violencia convierte a los seres humanos en cosas, el arte, cuando es verdadero, nos redime y nos devuelve a nuestra condición de seres sensibles.
He leído que sólo en la primera semana treinta y cuatro mil personas visitaron la muestra. No puedo saber cómo habrán sobrevivido. Sólo sé que aquel lunes, cuando salí del Prado sintiéndome yo también culpable de las maldades de 1808 y de todas las otras que, con refinamiento creciente, fueron edificando este mundo en el que estamos, las palomas seguían saltando por las escalinatas de Felipe IV en busca de comida. Mientras tanto, una manifestación de obreros y empleados del transporte municipal de Madrid ocupaba el Paseo del Prado y creaba nudos de tránsito que tardarían horas en deshacerse. No me cuesta confesar que agradecí aquel baño de vida cotidiana que apagaba en mí el sabor de las desdichas.
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