Usted y el G-8
Por Moisés Naím
El Salvador
Si usted es un lector normal lo más seguro es que no tenga ningún interés en el Grupo de los Ocho (G-8). Y con razón. Éste es el grupo de jefes de Estado de las más grandes democracias industrializadas del mundo, que se reúnen anualmente para buscar soluciones a las principales amenazas que confronta la humanidad. En estos días se citaron en Hokkaido, Japón. Y no pasó nada. Dice mucho del mundo de hoy que una reunión con tales propósitos y con semejantes participantes sólo provoque muy justificadas burlas y bostezos.
La irrelevancia de las reuniones del G-8 es una manifestación de uno de los más amenazantes problemas que enfrenta el planeta: la poca capacidad de los países para trabajar colectivamente en la solución de problemas que no pueden ser resueltos por ningún país trabajando solo. Este tipo de problemas, cuya solución trasciende esfuerzos meramente nacionales, están proliferando aceleradamente. El calentamiento global, la inmigración, los precios de los alimentos, pandemias como la del sida o el terrorismo, son sólo algunos de los muchos ejemplos de amenazas que no respetan fronteras y que desbordan la capacidad de los países, incluyendo a los más ricos y tecnológicamente avanzados, para proteger a sus ciudadanos.
Pero al mismo tiempo que la demanda crece, la capacidad del mundo para responder colectivamente está estancada y en algunos casos en declive. Esta brecha entre la demanda de acción global y la oferta disponible crea lo que en otra columna describí como el déficit asesino. Cuando en los mercados de bienes la demanda excede a la oferta, los precios de esos bienes suben. Pero cuando la necesidad que tiene el mundo de que distintos países actúen colectivamente aumenta y la capacidad de los países para responder no aumenta también, los resultados no son precios más altos sino más muertes, más inseguridad personal y más inestabilidad internacional. Este déficit asesino nos lo tenemos que tomar en serio y muy personalmente porque nos toca muy directamente.
Esto no quiere decir que haya que tomarse en serio las reuniones de estos líderes, pues el G-8 es en realidad un mal chiste. Este grupo de las mayores democracias industrializadas incluye a Rusia, cuyas credenciales democráticas son tan risibles como las que tiene Italia como potencia industrial. En el G-8 ni son todos los que están ni están todos los que son. Están Estados Unidos, Japón, Alemania, Francia, Reino Unido, Italia, Canadá y Rusia. Varios de ellos no son. Y entre los que obviamente sí son pero no están es fácil incluir a China como potencia industrial o India, que es la democracia más grande del mundo.
La poca representatividad del G-8 es tan evidente que en la reciente cumbre de Hokkaido los miembros permanentes del grupo decidieron incluir a otros países como invitados. Además de China e India también fueron invitados México, Brasil, Australia, Indonesia y Corea del Sur, así como seis países africanos. La ironía es que muchos de los invitados son actores fundamentales, mientras que los miembros permanentes son marginales para los propósitos de una reunión cuya agenda incluyó la reducción de emisiones de gases que contribuyen al efecto invernadero, la crisis alimentaria, los precios de la energía, la debilidad de la economía mundial y los problemas de África.
El G-8, creado en 1973 (entonces con seis países) es una institución obsoleta que no ha logrado cambiar para adaptarse a las realidades de hoy. Su desaparición no tendría mayores consecuencias. Pero, paradójicamente, su irrelevancia es muy importante ya que revela de manera patética lo débil que es la capacidad del mundo para trabajar en conjunto. Ni siquiera unos pocos grandes lo logran. Y esto es grave. El mundo de hoy necesita desesperadamente más y mejores instituciones globales, colectivas y democráticas capaces de hacer juego, coordinar esfuerzos, despabilar a las naciones indiferentes ante los problemas de todos y presionar a los países que son malos ciudadanos del mundo. No hay que dejar que el déficit asesino siga creciendo. (El País, España).
El autor es editor en jefe de la revista Foreign Policy.
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