Tensión por los cambios
Por Joaquín Morales Solá
La Nación
Néstor Kirchner no sabe ganar ni perder. Soberbio y encarnizado cuando le tocó la victoria, su primera derrota lo desnudó fatalista y trágico, blindado entre incondicionales. Nadie pudo disimular nunca que una derrota es una derrota. Cristina Kirchner, que no desentonó con la impronta de su esposo, asumió sobre el fin de semana los estragos de una crisis inútil y, encima, mal administrada. El Gabinete se caía. La Presidenta cavilaba sobre los alcances de los cambios y sobre los nuevos ministros, que llegarán más pronto que tarde.
Con la carga de una bandera vencida, el matrimonio presidencial reconoció el jueves, lejos del escenario público, la dimensión espantosa del fracaso. Una nube oscura e inmensa se abatió sobre Olivos. Néstor Kirchner hacía las valijas. Han ganado. Que ellos se hagan cargo del gobierno , repetía envuelto en llamas. Cristina compartía esa visión del Apocalipsis. No buscaban un 17 de Octubre (que nunca sucedería porque la comparación no era válida) ni un rechazo de la posible renuncia presidencial por parte del Congreso.
Querían irse. Los Kirchner nunca han gobernado con las condiciones que impone la debilidad; no saben hacer eso y no lo quieren hacer. Sólo la influencia del jefe de Gabinete, Alberto Fernández, y, en menor medida, la del secretario legal y técnico de la Presidencia, Carlos Zannini, pudo deshacer las maletas. Pero los ajuares volvieron al guardarropa sólo en la tarde del jueves. Durante todo ese amargo día, los Kirchner estuvieron más fuera que dentro del gobierno.
Más tarde, Néstor Kirchner intentó dar otro salto al vacío. Pidió que se convocara a una conferencia de prensa en la que estaría rodeado por las principales figuras del Gobierno. Su propósito era destruir a Julio Cobos con nombre y apellido. El cacerolazo empezará antes de que termines de hablar, le advirtió un amigo. Ese anuncio fue más eficaz que cualquier consejo institucional: arrió la bandera en el acto.
Su primera derrota le ha obturado los censores para percibir el humor social. Una sociedad distinta había amanecido el jueves, distendida, muy cercana a la normalidad. Era, sobre todo, una sociedad consciente de que había recuperado la libertad, que a veces se pierde en pequeñas e imperceptibles cuotas. Atrás había quedado una Nación tremendamente enconada.
Ese masivo estado social es inversamente proporcional al derrumbe de la popularidad del matrimonio presidencial. La sangría política sólo sucedió cuando ya había ocurrido la pérdida de la confianza social.
El descrédito es contagioso. Cobos le ha hecho un favor al Congreso, que pudo abrir sus puertas sin temores, y hasta a los senadores que votaron por el Gobierno, que ahora pueden volver caminando a sus casas. El vicepresidente había fijado con su célebre y titubeante frase ( Mi voto no es positivo ) un límite, el primero e infranqueable, al desmesurado poder del kirchnerismo.
Ernesto Sanz, correligionario y adversario mendocino de Cobos, también uno de los más brillantes oradores en la interminable noche senatorial, fue el único senador sereno durante el largo monólogo del vicepresidente antes de anunciar su voto. ¿Sabía hacia dónde se inclinaría Cobos? No. Pero los dos son mendocinos y la política de Mendoza tiene un respeto mayor por las instituciones que el resto del país.
Sabía que Cobos votaría en contra del proyecto si quería volver a Mendoza, explicó luego Sanz. Una hija de Cobos le había advertido algo parecido a su padre, casi entre llantos: No podré caminar por Mendoza si votas con el Gobierno, le dijo. El adversario y la hija tenían razón: Cobos pudo volver a Mendoza convertido casi en un santón.
Sólo José Pampuro, dentro del kirchnerismo, pidió luego respetar la figura del vicepresidente. No lo voy a desestabilizar, les adelantó a los peronistas quien ocuparía la sucesión de Cobos si éste se fuera. Pampuro había combatido hasta el final en defensa del matrimonio presidencial. En el bloque oficialista se envolvió en la razón de Estado y en la conciencia institucional para reclamar el voto a favor del Gobierno. El ex gobernador Rubén Marín lo esperó con su autoridad de viejo referente del peronismo nacional. Luego, lo calló: ¿Dónde está la razón de Estado? ¿Dónde están los problemas de conciencia?
Este es un problema de plata y punto , le replicó.
Es un problema de plata, en efecto, pero de plata que no le corresponde al Gobierno. Es notable que el kirchnerismo deba enfrentar ahora una desastrosa derrota por una resolución de un ministro que renunció. Es cierto que la desorbitada resolución de Martín Lousteau trató, en medio de intensas luchas internas, de neutralizar a Guillermo Moreno: éste quería fijar retenciones del 60 por ciento o más para toda la producción de soja, sea cual fuera su precio internacional. Kirchner es el mariscal de la derrota, pero Moreno fue su más fanático e inepto ayudante de campo.
En el fuego final, Kirchner le entregó la bandera de la revolución a Ramón Saadi y se olvidó de que el gobierno de éste encubrió la muerte de María Soledad Morales. Hay derrotas dignas que son mejores que las victorias indignas, aunque éstas tampoco hayan sucedido. El senador santiagueño Emilio Rached, cuyo voto decidió el empate, guardó silencio hasta el final sobre su posición. Pero antes había hecho catarsis en los oídos de un pobre taxista, al que le adelantó su voto en medio de un largo lamento sobre su ingrata suerte.
Alberto Fernández está seguro de que el gabinete murió en la madrugada del jueves. Así se lo dijo a los Kirchner y les aclaró que no aceptará otro cargo en el Gobierno. Pero con él deberían irse Julio De Vido, Aníbal Fernández, Moreno, Ricardo Jaime y todos los funcionarios que responden al jefe de Gabinete o al ministro de Planificación.
La Presidenta debería dar una señal clara de cambio, porque la sublevación ya está a las puertas del peronismo. Los peronistas disidentes del Senado podrían formar un bloque aparte (son nueve senadores cruciales) si el Gobierno insistiera en leyes a libro cerrado. Carlos Reutemann le reclamó el viernes al Gobierno que cuidara el texto, por ejemplo, de la ley de radiodifusión: No votaremos cualquier cosa , le anticipó.
Reutemann es la figura popular de la sublevación, pero el salteño Juan Carlos Romero podría conducir ese bloque divergente. Catorce diputados peronistas, que reconocieron el liderazgo de Felipe Solá, podrían hacer lo mismo. Ya piensan en un interbloque.
El ex presidente Eduardo Duhalde se ha propuesto la reconstrucción de los partidos políticos para reemplazar la transversalidad de Kirchner, que terminó destruyendo a los partidos políticos. Por eso, le escribió una cálida carta a Cobos, al que imagina participando de la reconstrucción del radicalismo.
Duhalde está amontonando fuerzas en el peronismo bonaerense, pero eso no es una hazaña ni un portento cuando el líder peronista en funciones es un líder derrotado. Guste o no, el peronismo está buscando otras referencias y ninguna de ellas es Kirchner.
En ese sombrío paisaje de sublevaciones e insolencias, ¿quién reemplazaría a Alberto Fernández? ¿Quién a Julio De Vido? De Vido no comparte la opinión de su viejo contrincante: cree que tanto Fernández como él son imprescindibles para que el kirchnerismo siga con vida. A Néstor Kirchner le gusta escuchar esas cosas. En la noche del jueves se reunió sólo con la fiel pingüinera: estaban desde De Vido hasta Rudy Ulloa. Las horas de muchos de ellos están contadas.
Es cierto que tanto Fernández como De Vido son difíciles de reemplazar. El jefe de Gabinete es operador político, mediador último de todos los conflictos y hasta terapeuta matrimonial. De Vido está sentado sobre un monumental sistema de obras públicas, de subsidios, y de entramados gremiales y empresarios. El descomunal gasto público se escurre entre sus dedos. Nunca podrá haber dos personas para reemplazar a ellos, sino un sistema distinto de gobernar.
Sobre esas decisiones oscilan en estas horas las reflexiones de la Presidenta. El próximo jefe de Gabinete no debería tener ningún contacto con Néstor Kirchner. El gobierno se torna imposible con el actual sistema, dijo un kirchnerista que conoce las covachas de la cima. Kirchner se resiste, aunque corre el riesgo de convertirse en el general de soldados perdidos de una causa perdida.
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