Las «barbaridades» de Correa
Por Simon Pachano
Infolatam
Quito – Con sesiones que fueron calificadas como maratónicas, tanto por su extensión como por el número de artículos tratados en cada una de ellas -hasta ciento veinte en un solo día-, la Asamblea Constituyente aprobó el proyecto de la que podría transformarse en la vigésima constitución ecuatoriana. Para cumplir con el plazo establecido atropelló los procedimientos definidos en el estatuto y en el reglamento interno, pero sobre todo pasó por alto el debate y el análisis de los contenidos. Sin preocupación por el fondo y por la forma, los asambleístas aprobaron paquetes enteros de artículos y al final ni siquiera realizaron ese acto tan necesario e incluso simbólico que es la lectura del texto completo de la nueva constitución.
La velocidad como norma de conducta de la Asamblea se impuso desde los últimos días de junio, cuando el presidente de la República por medio del buró político de Alianza País forzó la renuncia del presidente de la Asamblea, Alberto Acosta. Según el propio Correa, él y dos miembros del poderoso buró -que hasta entonces era poco menos que una instancia desconocida o inexistente para la mayoría de la población- le habían pedido que se hiciera a un lado. Correa estaba molesto por lo que califico como la democracia de las palabras («del bla bla bla» fue una de sus expresiones) que se desgastaba en deliberaciones interminables.
Aparentemente se trataba sólo de diferencias de estilo, y así se lo quiso presentar. Pero el paso de los días demostró que existían diferencias de fondo, especialmente en términos de la concepción del debate democrático y de los contenidos de la constitución. Un sector del partido de gobierno se había distanciado de la concepción vertical que venía imponiendo el presidente de la República, quien no dudó en ningún momento en trasladarse semanalmente a la sede de la Asamblea para establecer los lineamientos de la nueva carta política y en general de la orientación de este organismo.
El reemplazo de Acosta por Fernando Cordero, hasta entonces vicepresidente de la Asamblea, pareció marcar el triunfo de Correa, pero todavía necesitó un paso más para consolidarlo. Fue el que dio cuando calificó como infiltrados a quienes habían mostrado algún grado mínimo de discrepancia.
Se trató de una acción arriesgada del Presidente, ya que pudo poner en peligro no sólo la unidad de su bancada sino la aprobación del texto constitucional en la Asamblea. Sin embargo, se puede afirmar que dio ese paso porque sabía perfectamente que nada de ello ocurriría. No solo tenía la garantía de la fuerza de su liderazgo, sino sobre todo la absoluta seguridad de que esos asambleístas no estarían dispuestos a suicidarse y a terminar con el proceso de la «revolución ciudadana».
Estaba seguro de que, como ocurre siempre en estos casos, al final se impondría la defensa del proceso por encima de los principios. Sabía que ellos, como lo hicieron tantos otros en la historia, preferían estar equivocados dentro del partido antes que tener la razón fuera de él. Por ello, para sellar su triunfo definitivo dejó colgada la amenaza de dar a conocer los nombres de los infiltrados después del referéndum que deberá realizarse en septiembre. Correa ganó una batalla crucial, logró que todos ellos pronunciaran encendidos discursos en la sesión final de la Asamblea -en los que cada uno buscaba presentarse como el portaestandarte de la fe-, y adicionalmente evitó cualquier rebeldía en el futuro porque colocó sobre sus cabezas la cuchilla de la ignominia. Esta caerá sobre el que se aparte de la línea definida por él y por el círculo más pequeño del buró.
Con el camino despejado, el presidente Correa pudo imponer de manera absoluta su voluntad en el trabajo de la Asamblea. Envío a varios de sus ministros para que, desde la oficina del presidente de la Asamblea, se encargaran de la redacción final de los artículos que habían sido aprobados apresuradamente y sin análisis alguno por los asambleístas. De esta manera se introdujeron cambios sustanciales en algunas materias fundamentales, como las facultades presidenciales y la administración de justicia. Eran evidentes las diferencias entre lo que se había aprobado en el pleno y lo que se podía leer en las páginas que se iban imprimiendo a un ritmo frenético. Finalmente, para completar las irregularidades, cuando ya había concluido el plazo para el tratamiento del proyecto constitucional, la Asamblea trató algunos temas que podían convertirse en causas de conflictos y de pérdida de apoyo en el referéndum (como el reconocimiento de las leguas indígenas).
En medio de todos esos avatares resultaba imposible que el trabajo de la Asamblea diera como fruto una propuesta de texto constitucional coherente y adecuado para las necesidades del país. El apuro y las disputas dentro del partido de gobierno dieron más razones a quienes consideraban que la tarea de la Asamblea desembocaría en lo que, a partir de los primeros artículos aprobados, algunos especialistas ya calificaron como mamotreto jurídico. Un primer análisis del contenido de este texto deja ver las enormes incongruencias que existen entre sus diversos componentes, la ausencia de conocimiento de las técnicas jurídicas y constitucionales -que se expresa en una redacción líricamente caótica- y la enorme confusión en
términos de derechos y de libertades. Se destaca el diseño de un sistema político que, por fortalecer los poderes presidenciales, hará más difícil la gobernabilidad de un país que se disputa el primer lugar en el ranking de la inestabilidad en América Latina.
Seguramente esas fueron algunas de las razones por las que el presidente Correa, en uno de esos momentos tan frecuentes en que cede a sus impulsos verbales, dijo que el texto estaba lleno de barbaridades. Pero, allí están, listas para que sean juzgadas por la ciudadanía que deberá pronunciarse en el referéndum de septiembre sin más opción que esas barbaridades o el limbo jurídico al que ha conducido un camino lleno de arbitrariedades.
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