La tragedia del Facebook
Así, con todas sus letras, soy un dinosaurio a la hora de surfear en el oleaje de la tecnología. Si a ver vamos, apenas con la computadora he logrado cubrir el a, b, c de estos asuntos, más a regañadientes que por cualquier otra razón. Todavía guardo la vieja Olivetti en el fondo del escaparate, con sus teclas oxidadas, y de vez en cuando los ataques de nostalgia casi me hacen rescatarla del desuso y de las telarañas.
En estos días un amigo llegó con sus cuentos. Después de cuatro cervezas nos dio por hablar de tiempos en los que, cuales García Márquez, éramos felices e indocumentados. Recordé a Rafael, a Laura, a María Luisa, aquella flaca de senos como rascacielos y caderas incendiarias. Recordé los días universitarios, esa época abrazada al día a día, al Carpe Diem horaciano, justo cuando el horizonte tiene el tamaño exacto de los diecisiete años. Entonces habló del Facebook. El tipo hilvanó bien, lo hizo en el momento preciso y en el lugar adecuado. Uno, que prefiere escuchar radio con el radio, ver televisión con el televisor, y usar como agenda esos cuadernos que venden en las papelerías, razón por la que termina dándole la espalda a cuanto celular ofrece estos servicios todo en uno, digo, yo que soy el estegosaurio rey en plena era digital, acabé rindiéndome ante la memoria, ante el hecho facilón de revivir los lustros idos, y respondí que sí.
A la mañana siguiente tenía el Facebook en mi computadora. Aprendí a usarlo emocionado, puse fotos, los primos, los colegas de la universidad, uno que otro tío, todos confirmamos otra vez nuestra amistad gracias al milagro de los chips. Mi esposa no daba crédito a lo que tenía enfrente.
Entonces el color rosado se fue haciendo más opaco. Rafael no apareció, Laura de ninguna manera se atravesó en mis búsquedas. María Luisa, la flaca de antaño, lucía en la pantalla con treinta y dos kilos de más, cuatro hijos y un esposo, y yo a estas alturas naufragaba en el océano de la incertidumbre y la tristeza. Es que todo tiempo pasado fue mejor.
Cierta mañana recibí el saludo de aquel degenerado que me quitó una novia, y de otro que terminó siendo un vulgar estafador. Del Facebook, tan ardorosamente presente en la cotidianidad del hoy por hoy, la verdad es que prefería estar bien lejos, porque un dinosaurio es un dinosaurio, y lo demás es puro cuento. Ha sido una tragedia. Yo que pensaba en tanta gente hermosa, en tantos conocidos cuyos rostros había prácticamente olvidado por obra y gracia de los años. Yo que con el corazón en la mano esperaba todos los días darme de frente con una atmósfera desaparecida, ida hace décadas, cargada de frescura por los cuatro costados, encontré el horror metido en mi computadora. No faltaba más. Gente que no quería ver ni en pintura, mujeres que me dejaron por otro, condenados que me serrucharon algún puesto, sirenas encantadoras transformadas ahora en todo lo contrario, a cada rato salían como conejos, no sé de dónde diablos, convidándome, llamándome, alegrándose porque después de tanto tiempo, ay, Roger, gracias a esta maravilla vuelvo a dar por fin contigo. Ni que estuviera loco.
Por fortuna soy un dinosaurio, eso está más que comprobado. Me quedo con el radio viejo y con mi celular del año de la pera. Y sin el Facebook. Ahhh, y sin el Facebook.
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