Ensayos de neofascismo
Por Vicente Echerri
El Nuevo Herald
Pese a las promesas bilaterales de tregua –gracias a la mediación del presidente de Francia en nombre de la Unión Europea– la guerra entre rusos y georgianos dista de estar resuelta. Mientras escribo, se anuncia la presencia de tropas rusas en la ciudad de Gori; y aunque los combates han amainado, no así la animosidad de las partes ni las tensiones provocadas por el conflicto.
Estados Unidos, aliado del gobierno de Georgia, ha denunciado la acción de los rusos en varios escenarios y a través de diversos portavoces y, además de facilitar la rápida repatriación de los dos mil soldados georgianos destacados en Irak, enviaba este miércoles ayuda humanitaria y despachaba a Condoleezza Rice a Tiflis en respaldo al gobierno. Los rusos han reaccionado con enojo a estas medidas, pero apuestan a que Estados Unidos –y la OTAN– no pasará de las denuncias verbales y que la posible anexión a Rusia de la región secesionista de Osetia del Sur podría resultar un hecho indiscutible en cuestión de días.
Se trata de una típica disputa entre soberanía territorial en base a fronteras establecidas y los derechos de los habitantes de una región que, por lengua, cultura y nacionalidad, se sienten ajenos al país donde viven, si no parte del país vecino. Osetia del Sur, cuya población es rusa en un 90 por ciento, ha querido separarse de Georgia y, en la práctica, se ha mantenido independiente desde la disolución de la Unión Soviética, aunque los georgianos la tienen por rebelde. Esta semana el gobierno de Georgia ha decidido al fin imponer sus fueros a la fuerza, y los rusos han acudido en defensa de sus nacionales. Sencillo y complejo, ¿verdad?
Estados Unidos hace bien en protestar por este ejercicio de afirmación del imperialismo ruso en una región que alguna vez fue suya y que ahora se inclina ostensiblemente hacia Occidente; pero no parecería que tiene mucha moral para hacerlo, si sirve de precedente lo ocurrido hace poco en Kosovo, cuando el gobierno norteamericano reconoció que una población mayoritariamente albanesa se independizara de Serbia; para no remontarnos al caso ya clásico de Texas, en que la migración angloparlante privó a México de un territorio del tamaño de Francia que luego terminó por incorporarse a la Unión.
¿Qué debe prevalecer, pues, la sacrosanta integridad territorial o el derecho de las personas? Si atendemos a lo primero, los georgianos tienen la razón; si a lo segundo, ésta parece respaldar a los rusos. Cualquiera, puesto a elegir, estaría tentado a optar por suspender el juicio y dejar este pleito a la buena de Dios, mientras nos concentramos en otros problemas o nos entretenemos con los juegos olímpicos de Pekín.
Sin embargo, en este diferendo territorial hay algo más en juego que la soberanía de Georgia y los derechos de los rusos que viven en Osetia del Sur. Esta semana, los rusos han querido tantear las aguas en su frontera occidental, al tiempo que dar una prueba de fuerza que, de resultar exitosa, podría no ser la última. De ahí por qué Occidente debe detener a los rusos, por la fuerza si fuera necesario, aunque, a corto plazo, el conflicto se agravara.
Frente a lo que ahora ocurre en Osetia del Sur, uno no puede dejar de establecer un paralelo con lo ocurrido en los Sudetes checoslovacos en 1938, donde una población mayoritariamente alemana sirvió de pretexto a los fines expansionistas de Hitler. Como bien sabemos, los timoratos apaciguadores de entonces, con Francia y Gran Bretaña a la cabeza, sacrificaron a Checoslovaquia en pro de una falsa paz que sólo acentuó el apetito de los nazis.
A quienes les parezca desmesurado el símil, les insto a que presten mayor atención a lo que ocurre en Rusia. Sobre las ruinas del comunismo –que más allá de algunos símbolos no tiene ninguna probabilidad de resucitar– se levanta el fantasma de un autoritarismo nacionalista que cada vez se parece más al fascismo y en el que se amalgaman groseramente el pasado zarista y estalinista, la xenofobia, el paneslavismo y la vocación de un destino imperial que, a falta de otra ideología, encuentra inspiración en el celo de la Iglesia Ortodoxa. Este engendro aún no es tan peligroso ni está tan avanzado como el de China –donde el neofascismo, aunque vestido de rojo, es una realidad–, pero ya se presenta en el horizonte de Europa.
Algunos estados limítrofes que fueran vasallos de Rusia (como los Países Bálticos) juzgan con mucho más dramatismo los peligros –para la paz y la libertad– que se han acrecentado notablemente con este conflicto en el Cáucaso. La demostración de fuerza debe salirle mal a los rusos. Occidente debe encargarse de que así sea.
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