Republiqueta K: En busca de fondos
En un momento de aguda crisis económica del gobierno central, como apuntábamos en nuestro ultimo comentario sobre el tema, el matrimonio K, puede intentar un proceso de re-estatización de empresas, aprovechando la general ignorancia económica que impera sobre la materia y en virtud de la cual, la mayoría cree que el vocablo «privatizar» es una mala palabra.
En vista de la experiencia poco satisfactoria mediante la cual se llevó a cabo el proceso (mal llamado) de privatización de las ex empresas del estado en Argentina, que -en definitiva- resultaron transferidas a monopolios particulares, aquel (el de la re-estatización) sería un camino posible a seguir por la pareja de presidentes que somete al país.
Pocas personas recuerdan -o directamente ignoran- las terribles consecuencias que para la economía nacional han tenido las tristemente célebres empresas del estado; si a ello se le suma la prédica marxista-socialdemócrata-progresista imperante por doquier, por la cual, todo lucro privado «es condenable» en tanto el mismo lucro público sería «virtuoso», no es de extrañar que el gobierno argentino -que profesa abiertamente esta caduca ideología trasnochada-, encamine sus pasos en la dirección señalada.
Los efectos de transitar este camino son sobradamente conocidos a escala mundial, los índices de pobreza se elevarán en forma paulatina, junto con el gasto público, habida cuenta que será necesario financiar las erogaciones que irroguen la o las empresas que se estaticen, aun cuando se las adquiera a un «bajo» precio «descontando» el pasivo.
La ignorancia económica a la que aludimos antes reside –precisamente- en este punto: el debate parece centrarse -hoy por hoy- no en la conveniencia o no de la estatización (en el momento gira -puntualmente- en torno a la de Aerolíneas Argentinas, pero bien podría ser cualquiera otra de los tantas que existen, ya que los efectos económicos serán exactamente los mismos), sino acerca de si el estado debe asumir el pasivo de la empresa a estatizar o no, lo que -como cualquier economista inteligente bien sabe- se trata de una cuestión adyacente y hasta anecdótica en torno a la temática.
El asunto central no tendría que circular en torno a quien asumirá -en definitiva- el pasivo, por cuanto lo crucial y verdaderamente grave es la estatización en si misma, ya que la medida -en su propia esencia- implica que, a la larga o a la corta, el estado siempre estará tomando el pasivo de la empresa en cuestión y no se quedará allí, sino que la estatización -en si misma- implica engrosar el pasivo del estado vía incremento del gasto público que significará el mantenimiento y sostenimiento de la empresa. La estatización como tal, representa un gravamen para la nación, aunque en rigor, hay que decir que este pasivo los gobiernos –invariablemente- lo trasladan a los bolsillos de los consumidores. En ultima instancia, los que siempre pierden con las medidas estatizantes son los ciudadanos implicados donde la estatización se lleva a cabo.
En el caso argentino, se trata –claramente- de un círculo vicioso, el gobierno desea estatizar la empresa para obtener fondos de su explotación, pero el «dilema» es que carece de fondos para su adquisición y mantenimiento, los que -dado el contexto recesivo actual- solo podría adquirir por la vía de la emisión monetaria o el empréstito, opciones ambas a las que viene recurriendo para sostenerse y sostener a sus socios, pero que tiene un limite.
Con todo, la estatización es un «buen negocio» aunque solo lo sea para el gobierno y signifique una pérdida neta y gravosa para el país. En el fondo, el esquema es sencillo: para comprar la empresa el gobierno debe emitir dinero o contraer deuda, en ambos casos, ello implica pérdida para el ciudadano, porque mediante la emisión se degrada el poder adquisitivo de la moneda, lo que -a su vez- significa que el salario pierde cada vez más valor. Por el lado del empréstito ocurre otro tanto, se trata de «dinero fresco» que sale de los bolsillos de los ciudadanos, circuito que no termina allí y que se prolongará -infinitamente- en tanto la empresa siga en cabeza del gobierno (o del «estado», a estos efectos no existe gran diferencia, ya que las ganancias -en cualquiera de ambos casos- se las embolsa el gobierno siempre).
El mantenimiento de la empresa estatal implicará -en la medida de su estatización- quitar recursos a la gente de más bajos ingresos y -lo más grave- es que entre un 75 % a 85 % (o mas) de las personas que pagarán la estatización y su manutención -en virtud de dichas erogaciones- no podrán usar del servicio, sea total o parcialmente, en la exacta medida en que sus entradas disminuyan, no solo por esta operación, sino por todas las demás implicadas y englobadas en lo que se llama el gasto público estatal.
Se lo vea desde donde se lo vea, el «negocio» será ineluctablemente ruinoso, no para el gobierno, tengamos esto muy en claro, pero sí para el país en su conjunto y -en particular- para cada uno de los habitantes del mismo.
Si bien, naturalmente, no fueron el único factor, las empresas estatales argentinas constituyeron un elemento fundamental que condujo a las crisis económicas que terminaron derrumbando las finanzas de la nación hacia fines de la década de 1980, época en la que -tardíamente- se comenzó a tomar algo de conciencia (no mucha) del verdadero problema que configuraba su implantación y sostenimiento. Lamentablemente, los cambios que se intentaron realizar a partir de dicha oportunidad no fueron consistentes ni profundos y -menos aun- continuados en el tiempo; perdiéndose una gran oportunidad de llevar a cabo una genuina privatización, acompañada de una inteligente desregulación y desmonopolización de amplísimos sectores de la economía. Esa tarea no se encaró con el vigor, la medida, ni con el coraje que debía ponerse en el empeño y los frutos negativos de tales carencias no tardaron en mostrarse.
Con todo, no puede dejar de reconocerse que las tibias acciones privatizadoras -aun mal implementadas y peor encaradas- importaron una mejora sustancial en lo que a la prestación de los servicios «privatizados» se refiere, si bien a un costo injustificable.
Gabriel Boragina es autor –entre otros- de los siguientes libros : La Credulidad, La Democracia, Socialismo y Capitalismo , etc.
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