La era de la sospecha
LONDRES – En un ensayo bastante más entretenido que las novelas en las que trataba de describir los «tropismos» humanos, Nathalie Sarraute publicó, en los años 50, un ensayo titulado La era de la sospecha en el que, para justificar su tesis de que era imperativa una reforma radical del género narrativo, sostenía que una profunda desconfianza había caído sobre la novela: los lectores ya no creían en esos narradores intrusos que se interponían entre ellos y la historia que contaban; tampoco en los personajes movidos por los hilos del titiritero-novelista, ni en los argumentos tradicionales que simulaban la vida valiéndose de las deleznables palabras. ¿Debía desaparecer, entonces, la novela? No: había que reinventarla de principio a fin y concebir novelas sin narradores ni personajes ni argumentos, como las que intentarían escribir en esos años los ahora olvidados escritores del nouveau roman.
Una «era de la sospecha» semejante a la que se imaginó Nathalie Sarraute ha caído ahora entre los aturdidos ahorristas, pensionistas, accionistas y público en general en torno al sistema capitalista, y ésta es la razón principal por la que los desesperados esfuerzos que hacen los gobiernos occidentales con sus planes de salvamento y de rescate de los bancos e instituciones financieras, medio quebrados por la crisis, fracasan o funcionan sólo a medias, de modo pasajero, y la crisis, en vez de retroceder, se agrava y parece a punto de provocar una recesión mundial de apocalípticos efectos.
La primera pregunta que todo el mundo se hace, y a la que nadie responde, es ésta: ¿cómo es posible que se haya llegado a estos extremos críticos sin que nadie lo advirtiera? ¿Cómo se explica que banqueros, financistas, ministros de Economía, jefes y técnicos de los grandes organismos encargados de vigilar la marcha de la economía no encendieran las luces rojas cuando todavía estábamos a tiempo de rectificar, dar marcha atrás y, por lo menos, atenuar ese desplome generalizado del sistema financiero mundial?
Una respuesta posible es que, a partir de un momento dado, la economía de los países occidentales perdió amarras con la realidad y comenzó a vivir en la ficción, en una construcción ilusoria que, durante buen tiempo, permitió a quienes se embarcaron en la aventura imaginaria repartir altísimos dividendos y embolsillarse fortunas, sin percatarse de que, de este modo, iban cavando bajo sus pies un foso que nos tragaría a todos por igual.
Esa es la conclusión que saca cualquier profano que, como yo, en estas últimas semanas, se haya dedicado a leer en la prensa las delirantes informaciones sobre la crisis, empezando por la burbuja inmobiliaria que, iniciada en Estados Unidos, se extendió luego a otros países occidentales. Como las tasas de interés se mantenían equivocadamente muy bajas hubo un gran incentivo para la adquisición de viviendas, y bancos y financieras concedieron créditos e hipotecas que pusieron pisos y casas al alcance de cualquiera, estuviera o no en condiciones de cumplir con los compromisos de deuda que asumía.
¿Por qué actuaron aquellas empresas de este modo irresponsable? Porque de esta manera presentaban contabilidades de soberbios rendimientos, aunque éstos fueran sólo de papel, que permitían repartir beneficios y conceder fuertes primas de productividad a sus ejecutivos y consejeros delegados. Esas hipotecas estaban aseguradas por compañías de seguros que emitían bonos sobre ellas, es decir, papeles, que, a su vez, rendían intereses a sus tenedores.
Uno de los misterios que no se han resuelto y acaso no se resolverán jamás son las sumas que alcanzaron en los principales bancos aquellas transacciones de dudosa consistencia, y que, según se ha visto ahora, superaban con creces todos los límites que las leyes, la reglamentación que regula el funcionamiento de las instituciones financieras y hasta el simple sentido común, exigían, de unas compañías que seguían operando en el sobrentendido imaginario de que la gran mayoría de aquellas hipotecas iban a ser pagadas alguna vez. Lo extraordinario es que, cuando fue evidente que esto no iba a ocurrir, la ficción de las hipotecas siguió encandilando la vida financiera de medio planeta, hasta que, un buen día, la realidad volatilizó lo imaginario y comenzaron las quiebras.
Como era de esperar, han llovido las críticas sobre los irresponsables ejecutivos que, azuzados por la avaricia, propiciaron esta farsa, aceptando las hipotecas basura a sabiendas de que nunca serían pagadas, porque eso les permitía recibir rollizas primas de productividad en función de unos beneficios que sólo eran tales en los libros.
Pero, sin que ello exonere para nada a los codiciosos ejecutivos, ¿no había accionistas en esas empresas que denunciaran la farsa y le pusieran atajo, sabiendo que todo ello sólo acabaría en un desplome de la institución? ¿Por qué los organismos de control y vigilancia de la actividad bancaria no pusieron coto a un sistema que, por lo menos ellos, que tenían todos los datos sobre lo que estaba ocurriendo, sabían que iba a venirse abajo en un momento dado, causando daños inmensos al conjunto de la sociedad y, sobre todo, a la gente de a pie?
La sola respuesta posible es que la ficción que se vivía mantuvo a buena parte de quienes hacían funcionar el sistema en la pura obnubilación, es decir, en la creencia ingenua de que aquella mentira seguiría haciendo operar a bancos, inmobiliarias, financieras, aseguradoras y acreedores de manera indefinida o hasta que un milagro viniera a salvarlos de la ruina final.
El milagro no se ha producido, porque lo que están haciendo los gobiernos con sus planes de salvamento no es resucitar a los muertos sino prolongar su agonía lo más posible, con la esperanza de que, en el entretiempo, haya un ordenamiento y recuperación progresiva del sistema.
Esto sin duda ocurrirá, pero en el largo plazo; y en el interregno, las víctimas y los perjuicios serán enormes para todo el planeta, pero principalmente para los países con menos defensas y para las personas con escasas o nulas reservas con que hacer frente a estos años de vacas flacas que tenemos por delante.
El sistema capitalista no va a desaparecer, desde luego, porque, aunque les duela a los nostálgicos de las economías estatizadas y su inevitable corolario ?la dictadura totalitaria? no hay alternativa alguna para reemplazarlo. Pero la única manera de que esta «era de la sospecha», que se ha iniciado con la crisis presente, amaine y se vaya restableciendo la confianza, sin la que el sistema de la empresa libre y el mercado jamás pueden tener éxito, es una reforma profunda de sus instituciones y funcionamiento.
La transparencia, que ha brillado por su ausencia en lo ocurrido, debe ser una exigencia a todos los niveles de la vida económica, que permita a accionistas, ahorristas, clientes y autoridades verificar que las empresas actúan y compiten dentro de la legalidad y el realismo, dejando la ficción fuera de sus márgenes; porque la ficción sólo es benéfica cuando se presenta como tal, sin disfraces, y no enmascarada detrás de supuestas leyes de la historia o maquiavélicas transacciones económicas. Fuera de la novela y el arte, vivir en la ficción, sea en política o en economía, es un suicidio.
Adam Smith, el gran teórico del capitalismo y la economía libre, comparó la empresa privada con una locomotora. Y explicó que, así como ésta, colocada sobre los buenos rieles y orientada en la dirección querida, aseguraba a los viajeros un viaje cómodo y la llegada a su destino, una empresa producía riqueza, trabajo, servicios y beneficios al conjunto de la sociedad.
En estos últimos años, el capitalismo se salió de los rieles y cambió de dirección de manera arbitraria, y ahora todos estamos pagando los estropicios de ese desquiciamiento que no supimos frenar a tiempo. ¿Por qué ocurrió esto? Porque ?ésta es otra afirmación constante de Adam Smith? el capitalismo sólo funciona si la legalidad que lo regula está conformada por leyes justas, equitativas, que respeten la libertad, y ?sobre todo? si estas leyes se cumplen. Y, de otro lado, si la frialdad en las relaciones humanas y en el trabajo que la moderna sociedad industrial provoca, está contrarrestada por una vida ética y espiritual intensa que mantiene a la comunidad unida, decente y solidaria.
Tal vez éste sea el talón de Aquiles del capitalismo en nuestros días. Hay leyes generalmente bien orientadas, pero que no se cumplen, o se cumplen sólo a medias, porque están llenas de trampas que permiten burlarlas. Y ello ocurre porque en este mundo de cultura frívola, desencantada y cínica no hay frenos éticos contra la irresponsabilidad y la codicia desbocada. Me temo que tendremos epidemia de sospecha para rato.
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