El precio de ser libres
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Quién dijo que el mercado es estable y la riqueza debe crecer incesantemente? Hace pocos años el economista Joseph E. Stiglitz recibió el Premio Nobel por demostrar cómo la información asimétrica desequilibra los resultados bursátiles. Sólo quienes no tienen memoria histórica ignoran los ciclos empresariales y las crisis periódicas que sacuden a las sociedades en las que predominan la libertad económica y un sistema de producción basado en la existencia de propiedad privada, y en el que los precios los fija el mercado de acuerdo con la ley de oferta y demanda.
Ese fenómeno, que afecta por igual a los modelos redistributivos escandinavos o a los que padecen menor presión fiscal (lo que invalida la tonta distinción entre un capitalismo bueno y otro malo), se intensifica en las sociedades más dinámicas y creativas, que son las más innovadoras e interrelacionadas, y las que más transacciones realizan.
En cambio, en las naciones sometidas a la planificación centralizada, en las que la producción la dirigen los funcionarios y los comisarios –Corea del Norte, Cuba, la URSS y sus satélites en sus buenos tiempos, si es que los hubo–, naciones en las que el Estado hace las veces de empresario, la economía no da esos bandazos bruscos, y no suele retroceder súbitamente, pero el costo de esa relativa estabilidad es el estancamiento, la mediocridad, la miseria palpable, y un creciente atraso relativo con relación a la economía de las sociedades libres. ¿Por qué esa falta de vitalidad en las sociedades colectivistas? Por su improductividad debida al ahogo sistemático de las personas emprendedoras y por el aplastamiento del ímpetu creativo de los investigadores y de los espíritus innovadores. También, por supuesto, por la falta de mercado y la ausencia de competencia, lo que les impide contar con un sistema razonable de precios.
A fines del siglo XIX, en el gobierno de Grover Cleveland, se produjo el »pánico de 1893». La bolsa cayó en picado y parecía que el capitalismo norteamericano (ya entonces la primera economía del mundo) se hundía sin remedio. Mientras eso sucedía, la electrificación del país se aceleraba, los teléfonos comenzaban a repiquetear insistentemente y los primeros autos recorrían las carreteras, los astilleros navales botaban barcos enormes diseñados con tecnología propia, la voz era atrapada en unos cilindros de cera, y una cosa llamada »cine» captaba imágenes en movimiento. El capitalismo era mucho más que la catástrofe de la Bolsa o la incertidumbre sobre el valor del dólar.
Una generación más tarde fue el »pánico de 1907». Era el último año de Teddy Roosevelt. Los bancos se hundieron ante la avalancha de gentes sacando sus ahorros. De nuevo sobrevino la hecatombe y otra vez los pesimistas anunciaron el fin del capitalismo. Pero fue en aquellos años cuando la aviación comercial abrió sus alas, los ingenieros americanos unieron los dos océanos por la cintura panameña, y los rascacielos, erigidos sobre estructuras de acero, comenzaron a cambiar el perfil urbano de Chicago y Manhattan, y luego el del resto del mundo.
El crash de 1929 fue como un terremoto financiero y bursátil. El presidente Hoover no supo preverlo y luego F. D. Roosevelt erró en la manera de corregir sus destrozos. Pero fue el periodo en el que los ingleses (también muy afectados) nos dieron la televisión y los antibióticos, Estados Unidos desarrolló los plásticos y la energía nuclear. Al terminar la Segunda Guerra Mundial, de cada dólar que generaba el ensangrentado planeta, cincuenta centavos se producían en Estados Unidos. El crash del 29 era cosa del pasado.
¿Seguimos? La crisis financiera de 1973, con el precio del petróleo por las nubes, el fin del patrón oro y el inicio de un severo proceso inflacionario que acabó, unos años más tarde, con el gobierno de Carter, corrió pareja con impresionantes viajes espaciales, la popularización de la informática, asombrosos descubrimientos en el terreno de la fisiología y la medicina (el ADN, fármacos anticancerosos, cirugías espectaculares), y la brecha técnica y científica entre el primer y el tercer mundo se transformó en una zanja impresionante.
En 1987 otra vez el sistema de créditos falló. Los Savings and Loans se fueron a la quiebra. Los mató la inflación y el entierro costó la friolera de 500,000 millones de dólares. Pero esos fueron los años gloriosos de Internet, de la telefonía móvil, de la agonía sin gloria de la URSS y sus satélites, preámbulo de la próspera etapa de Bill Clinton que nos hizo soñar con la fantasía de que los ciclos económicos eran cosa del pasado.
Adonde quiero llegar es muy simple: el verdadero motor de la economía de mercado no es su sistema financiero, sino la asombrosa creatividad de sus empresarios e innovadores. El sistema financiero posibilita flexiblemente las transacciones, como la sangre recorre el organismo, pero la fuerza central está en el cerebro de los ciudadanos más creativos, en sus investigadores y empresarios, en la disciplinada productividad de sus trabajadores, en el diseño institucional y en las virtudes cívicas de la población. Es verdad que, cada cierto tiempo, cuando nos equivocamos porque tomamos las decisiones incorrectas, se produce un descalabro, pero esas contramarchas son la prueba de que somos libres. La libertad tiene consecuencias.
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