Elecciones:Ese placer solitario
Por Milagros Socorro
El 15 agosto de 2004, mi padre tenía dos semanas de vida. Iba a fallecer el 29 de ese mes. Aquel domingo 15 de agosto, salimos muy temprano en la mañana en dirección al centro de votación. Pensábamos llegar, hacer una cola sensata, no sé, un par de horas, alinearnos frente a nuestras respectivas mesas, cumplir con los requisitos del sufragio, plantarnos delante de las máquinas y marcar con la mayor energía la opción revocatoria (para que Chávez saliera del poder inmediatamente, para que no volviera a hacer una cadena, para que dejara de malgastar los recursos de Venezuela, para que no siguiera alcahueteando la corrupción de sus cómplices, para detener la destrucción del país y de sus instituciones, para no volver a escuchar su mediocre, vil y mentiroso parloteo más nunca en la vida, para que compareciera ante los tribunales nacionales e internacionales, para que iniciara su ruta hacia el pequeño cuarto donde contemplará los días con la sombra de las barras sobre el pecho).
La cola para ingresar al centro de votación, un colegio en El Cafetal, en el sureste de Caracas, no iba a tener la duración prevista. Ni siquiera el doble o el triple. Íbamos a rebasar las diez horas en una espera desesperante que consistió en irnos cambiarnos de asiento a lo largo de una alineación que serpenteaba por todo el campo de béisbol, las canchas de volibol, de basket, de cuanta disciplina deportiva hay en el mundo, así como por los patios del polideportivo y del colegio, y del copón bendito… Hasta en la calle hicimos cola. A pesar de que ya llevábamos muchas horas, no nos atrevíamos a regresar a casa a comer algo o a aliviar las mortificadas vejigas. Mejor que no. No fuera a ser que las cosas comenzaran a marchar normalmente, que repararan las máquinas o las desecharan en beneficio del viejo método manual, en fin, que pasara algo y aquellas colas comenzaran a fluir y entonces uno se quedara sin contribuir a sacar al culpable más visible de la tragedia de Venezuela. Ni de vaina. Nuestro voto tenía que contarse en el mar de voluntades como peces tropicales que refractan la luz desde cada escama colorida.
Como todos los allí reunidos, leímos la prensa íntegramente, pasándonos las secciones, que crujían de mano en mano. A ratos el silencio era tan profundo que se escuchaban los suspiros. Cada hora, yo llamaba a la casa para preguntar cómo andaba todo. Andaba muy mal porque mi madre no se daba abasto para atender al agonizante, la enfermera no había ido (estaría en una cola la pobre) y no habíamos tomado la elemental previsión de dejar un almuerzo preparado. Pensábamos comprar algo en el camino de regreso, después de votar para que cesara esta pesadilla que ya entonces nos despertaba a medianoche empapados de sudor. En cada llamada, mi madre me daba reportes de galletas untadas con mermelada, medio plátano recalentado y unos potecitos de yogur detectados en el fondo de la nevera. Pero, sobre todo, me instaba a no moverme de mi sitio.
El tiempo pasó. La hora de almuerzo se disolvió en la de merienda. Mi padre era reo del ensañamiento terapéutico y debía tomar medicamentos brutales que dejaban su estómago en harapos. Y yo no podía llevarle una sopita.
Finalmente, entré al aula y estrujé la máquina donde decía que Sí, que se vaya el golpista del 92, que salga de escena el gran corrupto. Estaba inquieta (siempre que voto lo estoy) por temor a echar a perder mi voto, por tocar la tecla equivocada y, ya no dijéramos, por sufragar en contrario a mi determinación. Salimos del centro cuando ya las luces de la tarde se habían convertido en plomo.
Esa misma noche, sosteniendo la mano de mi padre y pidiéndole perdón por enésima vez por mi ausencia de la víspera, vi por televisión la transmisión de los primeros boletines. Supe que por esa vez no habíamos vencido. Estaba exhausta. Pero en la oscuridad de aquel cuarto impregnado de los olores de la muerte inminente y estrujándome las sienes para sobrellevar el resuello de la respiración de mi padre, repasé la jornada precedente y experimenté una honda satisfacción. Me sentí orgullosa de haber estado con mi país cuando me convocó.
Este domingo, por la memoria de mi padre, me presentaré, madrugadora y ferviente, a servir a la república. No se me ocurre mayor honor.
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