Quién salvará a los demás
Debieron dar la voz de alarma cuando comenzaron a aparecer en las autopistas de los Estados Unidos unos vehículos que, de lejos, parecían Panzers amenazadores conducidos por el general Rommel. Aquellos horrorosos carros blindados transportando a familias con vocación expansionista eran la señal inequívoca de que las tres grandes corporaciones de la industria automotriz –General Motors, Chrysler y Ford– habían perdido el norte y con ellos la sociedad americana, dispuesta a emular en las carreteras el Apocalipsis de Mad Max.
Durante años los gigantes de Detroit ignoraron la importancia de buscar alternativas viables que acabaran con la dependencia del petróleo. Entretanto, los fabricantes asiáticos y europeos se afianzaban manufacturando coches más pequeños y prácticos. Como era de esperar, ahora, arrastrados por una recesión que tiene a media nación medicada con Prozac, el trío ha lanzado un S.O.S. para que el gobierno los salve de su propia mediocridad antes de verse obligados a declararse en bancarrota.
Los demócratas no han tardado en proclamar que es necesario diseñar otro megaplan de rescate, esta vez destinado a GM, Chrysler y Ford. Todo esto ocurre cuando todavía el secretario del Tesoro de la administración Bush se rasca la cabeza en público, haciéndose la pregunta hamletiana de si sirvió y para qué valió el millonario bailout, cuyo objetivo era rescatar a los traviesos chacales de Wall Street.
En el New York Times, donde su habitual línea editorial convive civilizadamente con un puñado de columnistas conservadores, se puede leer en un mismo día opiniones divergentes en torno a este dilema: el diario secunda la iniciativa demócrata, argumentando que no hay otra alternativa que la de subvencionar a estas tres compañías porque de lo contrario millones de trabajadores se quedarían sin empleo y se produciría un efecto dominó en otros sectores laborales. A cambio, apostillan, habría que asegurarse que el gobierno les exigiera que de una vez se colocaran a la altura de empresas japonesas como Honda o Toyota. Por otro lado, en las mismas páginas David Brooks muestra su indignación ante la injerencia del sistema en la dinámica natural del capitalismo y recuerda que entidades que en otros tiempos eran consideradas pilares indispensables de la economía (Pan Am o ITT) pasaron a mejor vida cuando no fueron capaces de reciclarse. Entonces, se pregunta Brooks, qué hace el Tío Sam salvando a tres empresas incompetentes mientras otras como DHL o Circuit City están despidiendo a miles de trabajadores y no descartan cerrar del todo.
Lo cierto es que las proyecciones económicas del país presagian una Navidad lejos del espíritu de los villancicos de Bing Crosby. Millones de americanos andan cabizbajos y haciendo cuentas para llegar a fin de mes o no perder sus casas. En medio de la depresión colectiva resultan sospechosos estos selectivos planes de rescate, en los que está fuertemente involucrado el poder de los lobbies corporativistas y de los sindicatos. Un llamamiento por parte de los políticos que parece demasiado improvisado, si se tiene en cuenta que pretenden repartir festinadamente el dinero de los contribuyentes sin ofrecer garantías de que dichas medidas atajen el problema.
Si nadie va a salvar al idiota de turno que se compró un Hummer y ahora no puede pagar las letras ni la gasolina que consume, ¿por qué han de darle otra oportunidad a una corporación como GM, que tan irresponsablemente sacó al mercado un monstruo que es el sueño de los paraísos del petrodólar? ¿No será que los dinosaurios están condenados a extinguirse?
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- 23 de julio, 2015
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