Distancias y cercanías de estos tiempos hipercomunicados
Desde el excusado de un baño de un restorán me llegó nítida la conversación. Un hombre hablaba con su novia y las palabras que empleaba no dejaban lugar a la duda: eran los términos del amor, mechados con esos diminutivos personalísimos que suelen ilustrar debidamente el fugaz oscurecimiento de la razón y hasta del decoro, avasallados por la fuerza arrebatadora del sentimiento.
Lo curioso era desde el lugar en que uno de los interlocutores explayaba sus ímpetus románticos: un inodoro. Terminada la conversación con los besos y las apelaciones al corazón de rigor se escuchó una descarga y a los pocos minutos un joven emergió por la puerta para lavarse las manos. Seguramente la destinataria de sus fervores ignoraba la geografía desde donde provenían las palabras que acaso la conmovieran hasta el embeleso.
Esa maravilla tecnológica de la posmodernidad que es el celular nos sirve, también, para oir montones de conversaciones de las que no quisiéramos enterarnos, de forma parecida al mail, que nos es utilísmo para conocer la infinidad de informaciones que no nos interesan en lo más mínimo. De allí que la cantidad de correos eliminados en el ritual cotidiano sea abrumadoramente superior a los tan escasos que nos motivan a la lectura y aún a la respuesta.
Pero quizá las peleas por celular resulten las más incordiosas para quien no tiene la voluntad de oirlas. Por ejemplo, aquel que en el tren o en el micro, en el bar o en el entrañable bondi criollo ve interrumpida su corriente de pensamiento o de ensoñaciones o su lectura con la furia que destila un diálogo envenenado. Lo que permite, además, realizar descubrimientos igualmente indeseados: la damisela de apariencia frágil sentada atrás modula con voz de flauta desafinada un lenguaje propio de pabellón de máxima seguridad; el señor de aspecto y edad venerables que extiende una mirada bondadosa a su alrededor maltrata a su mujer a través del aparatito de una forma vecina al delito.
Y cuando la cosa se pone espesa y el clásico corte termina con la discusión, uno cree volver a su privacidad. Error: los insistentes mensajes emitidos sonoramente por quien sufrió el desplante no dejarán de atronar el habitáculo.
Igual, menos invasivos son estos mensajes. Preferidos por los más jóvenes entre otras cosas por cuestiones de pesos, suelen desarrollar diálogos de asombrosa escritura: una especie de picadillo del castellano con peculiares signos para evidenciar emociones.
Pero también sirven para pelearse. Tengo una amiga que cultiva una relación a la que se le puede aplicar la frase de Jules Michelet: el más vivo aguijón del amor no es tanto la belleza sino la tormenta. Y por eso los huracanas están a la orden del día en cualquier momento y casi siempre sin aviso.
Pero mi amiga ha notado que si las discusiones con su pareja se llevan a cabo por mensajes de texto, la distancia y acaso la cierta frialdad de la escritura operan como un bálsamo que llega a impedir el estallido. Por lo tanto mantiene sus discordias apretando con rápida saña los signos del celular. La pasión en pocas letras le resulta menos imperiosa que la expresada cara a cara.
- 23 de enero, 2009
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