Demagogia política
Libertad Digital, Madrid
¿No sería maravilloso vivir en un mundo donde no hubiera costes?
Si por casualidad quisiera un Rolex o un Rolls Royce, simplemente podría conseguir uno –o dos– sin tener que preocuparme por algunos pequeños detalles como los precios. Ése mundo existe: es el mundo de las promesas políticas. No es de extrañar, por tanto, que tanta gente se sienta atraída por ese escenario. Sería un lugar estupendo donde vivir.
Después de que Arthur Goldberg abandonara el Tribunal Supremo, se quejó de que no pudieran resolverse más problemas sociales del mismo modo en que los solventa el tribunal: emitiendo un veredicto y declarando a continuación "que así sea". La política ofrece un mecanismo parecido. En teoría, las decisiones públicas están constreñidas por los presupuestos, pero para muchos gobernantes curtidos, ese límite sólo es teórico.
Los presupuestos del Gobierno, al fin y al cabo, son sólo proyecciones de lo que, se supone, va a suceder; no son unas cuentas definitivas sobre lo que ha sucedido en la realidad. De hecho, en pocas ocasiones la opinión pública o los medios de comunicación hacen algo tan mezquino como contrastar lo que los presupuestos decían que sucedería con lo que realmente sucedió.
Por otra parte, los políticos pueden añadir al presupuesto una gran cantidad de gastos aduciendo cualesquiera razones que suenen nobles. Y si alguien utiliza la retórica política con gran habilidad, nada le será más fácil que inventarse unas cuantas de esas razones. ¿Acaso usted no se compraría una segunda casa a pie de playa o un yate para navegar por el mar si pudiera financiarla a costa del presupuesto? ¿Por qué no coger un poco de dinero público, o incluso mucho, si tiene la oportunidad?
Los políticos tienen más formas de no pagar los precios del mercado que Houdini de escapar de las cadenas. Cuando los mandatarios listillos están dispuestos a repartir dádivas a cambio de réditos electorales –pero no quieren asumir la responsabilidad de subir los impuestos para sufragarlos– pasan a gravar a la gente que no puede votar hoy (a saber, la próxima generación): venden deuda pública que el futuro contribuyente tendrá que pagar.
Con todo, incluso un gasto deficitario de esta guisa deja su rastro: una deuda nacional que es como el fantasma de las Navidades pasadas. Pero los políticos también saben cómo superar este obstáculo: la manera más sencilla de repartir regalos sin asumir la responsabilidad de su coste es aprobar una ley que obligue a otros a pagarlos (al tiempo que los políticos se llevan los méritos por su generosidad y compasión).
Los empresarios son los objetivos ideales de este tipo de obligaciones, puesto que siempre hay más trabajadores que jefes y el número de votos es lo que al final cuenta el día de las elecciones. El seguro médico, las vacaciones pagadas o cualquier otra prestación se justifican con algo de retórica sobre "la responsabilidad social" de las empresas.
Cuál sea el fundamento de esa responsabilidad social no importa: suena bien y punto. El problema es que los costes de estas medidas siguen estando ahí, pueden ignorarse pero no desaparecen. Mientras usted disfrute de todos los regalos que le hayan ofrecido los políticos, sus impuestos pueden estar subiendo y su sueldo y sus ahorros perdiendo valor. Los gastos que se trasladan a las empresas pueden, a su vez, repercutirse a los consumidores en forma de precios más elevados y el dinero extra que el Estado pone en circulación para financiar sus dispendios reduce el valor su patrimonio.
Si usted busca un empleo –por ejemplo un joven que se incorpora a la población activa o una mujer que vuelve al trabajo tras pasar unos cuantos años cuidando de su hijo– se puede encontrar con que no hay tantos puestos de trabajo como antes porque los empresarios tienen que costear sus "responsabilidades sociales" además de pagar los salarios.
Las épocas excepcionales pueden exigir medidas excepcionales. Pero si le pregunta a algún economista qué está sucediendo en esta crisis, la mejor respuesta que podría obtener es que "nada sale gratis" (de ahí que los economistas no sean demasiado populares).
Pero que nada sale gratis es una proposición totalmente cierta, salvo en el mundo político. No en vano tantas personas quieren habitar en él para poder jugar a Papá Noel sin tan siquiera tener que gastarse dinero en el disfraz.
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