América Latina: En busca de la gema
Washington, D.C.—En el siglo dieciséis, muchos de los primeros conquistadores españoles del Nuevo Mundo dieron cuenta de un animal llamado carbunclo que escondía una gema dentro de su cerebro: era preciso matarlo a fin de extraer la piedra luminosa. Dios sabe cuántas criaturas fueron sacrificadas en busca de la piedra preciosa. Si bien el carbunclo cayó en el olvido junto a otros relatos mitológicos, pervive como una posible metáfora del fracaso de América Latina para encontrar la gema de la prosperidad dentro de la criatura social a la que cada nuevo experimento político y económico flagela.
Se ha dicho reiteradamente que América Latina ha virado a la izquierda. Lo que está ocurriendo es algo más complejo. Está en marcha una pugna cultural que abarca a los partidos políticos, las organizaciones sociales y las tendencias académicas. Enfrenta a quienes quieren ubicar a América Latina en el firmamento global y verla contribuir con éxito a la cultura occidental a la que su destino ha estado vinculado durante cinco siglos, y aquellos que no soportan esta idea y hacen todo lo que posible para impedir su realización.
La tensión cultural entre modernizadores y reaccionarios está complicando el desarrollo de América Latina en su conjunto, al menos si lo comparamos con otras regiones del mundo—Asia del Este, la península ibérica o Europa Central—que hasta no hace mucho eran ejemplos de atraso. Cuando los modernizadores hacen progresos —por ejemplo, la derecha o centro-derecha en la década de 1990—,los viejos hábitos les impiden llevar a cabo una reforma definitiva y cabal, y cuando los reaccionarios culturales se despojan de algunas de sus ideas anticuadas —como ha sucedido recientemente con parte de la izquierda— se quedan a mitad de camino y terminan preservando mucho de lo que se debe cambiar.
El buen desempeño económico de los últimos años puede hacernos perder de vista que en las tres últimas décadas todos los países latinoamericanos excepto Chile han visto caer su ingreso per cápita como proporción del ingreso per cápita de los EE.UU., mientras que Tailandia e Indonesia, dos naciones asiáticas a mitad de la tabla, han visto crecer el suyo un 40 por ciento. El desempeño de América Latina no puede compararse con el de China o India. Hace apenas doce años, el tamaño de la economía de Brasil era similar al de China. Hoy día, China produce tres veces y media más bienes y servicios que Brasil.
Según la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico, el PBI de América Latina creció en promedio 2,8 por ciento en las últimas tres décadas, mientras que el del Sudeste Asiático creció 7,7 por ciento y el promedio mundial fue 3,3 por ciento. Como consecuencia de ello, el ingreso per cápita de la región sólo se elevó de 3.500 dólares en 1980 a cerca de 7.000 dólares en la actualidad (teniendo en cuenta la paridad del poder adquisitivo); en los Estados Unidos, triplicó. Incluso teniendo en cuenta nuestro boom exportador, se espera que las economías de América Latina y el Caribe crezcan un 4,5 y 3,6 por ciento en 2008 y 2009 respectivamente, pero podría ser mucho menos si la recesión global resulta tan dura como muchos temen. Alrededor del 20 por ciento del stock total de capital privado del mundo es destinado a los países menos desarrollados. Si bien 2007 fue un año excepcionalmente bueno para América Latina y atrajimos más de 100 mil millones de dólares en inversión extranjera directa como región, en la última década hemos recibido mucho menos capital extranjero que otras regiones subdesarrolladas.
Este torpe desempeño explica por qué el 40 por ciento de la población todavía es pobre y por qué, tras un cuarto de siglo de gobiernos democráticos, las encuestas regionales traslucen una profunda insatisfacción con las instituciones democráticas y los partidos políticos.
Hoy día pueden observarse tres tipos de gobiernos y movimientos de oposición en América Latina: la centro-derecha, la nueva izquierda y la vieja izquierda. La división entre la nueva izquierda –a la que yo y dos coautores denominamos en un reciente libro la izquierda “vegetariana” —y la vieja izquierda —a la que llamamos la izquierda “carnívora”— es quizás el desarrollo más importante de esta década. La lucha por el alma de la izquierda entre quienes abrazan la globalización y aquellos que se oponen a ella influirá en el curso del continente durante las próximas décadas. La centro-derecha y la izquierda vegetariana aglutina a los modernizadores de América Latina. La izquieda carnívora aglutina a los reaccionarios.
En la centro-derecha, dirigentes como Felipe Calderón (México), Alvaro Uribe (Colombia) y Tony Saca (El Salvador) entienden que la economía de mercado y el Estado de Derecho son la base de la prosperidad. Exceptuando algunas reformas corajudas, la centro-derecha ha preferido preservar el legado antes que reformarlo de manera sustancial. Ha mantenido una disciplina fiscal y monetaria y procurado atraer a inversores extranjeros, pero no hizo mucho hasta ahora para transformar las instituciones, incluido el poder judicial, e incorporar a las masas a la economía global liberándolas de las restricciones burocráticas. Solamente Uribe, y en menor medida al gobierno de Vicente Fox, antecesor de Calderón, redujeron parcialmente el alto costo de iniciar nuevos negocios. Como resultado de esa reforma, ha habido un espectacular aumento en el número de nuevos negocios en Colombia en los últimos cinco años. También es justo decir que, a pesar de que las reformas han perdido ímpetu en El Salvador, ese país es de alguna forma un modelo para América Centra: gracias a la reforma de libre mercado emprendida por los gobiernos anteriores, especialmente el liderado por Francisco Flores, la pobreza cayó a alrededor del 35 por ciento en El Salvador. Pero esta no es la regla entre la centro-derecha. La regla es la estabilidad antes que una audaz reforma audaz para hacer retroceder las fronteras del Estado allí donde avanzaron mucho y otorgar la protección de la ley en las zonas donde se debilitó el Estado de Derecho. Está por verse si Felipe Calderón, cuya primera etapa en el gobierno estuvo absorbida por el tema del orden público, podrá llevar a cabo una gran reforma.
Luego tenemos a la izquierda “vegetariana”, representada por figuras como Lula da Silva (Brasil), Alan García (Perú), Tabaré Vázquez (Uruguay) y Oscar Arias (Costa Rica), entre otros. A pesar de la esporádica retórica carnosa, estos dirigentes han evitado los errores de la vieja izquierda, incluida la confrontación rutinaria con el mundo exterior y el libertinaje monetario y fiscal. Pero han optado por una especie de mansedumbre social-demócrata y temer hacer muchas olas en casa. Su éxito, como en el caso de Lula y García, se debe a la sana administración antes que a la reforma del Estado. Mantienen indicadores macroeconómicos saludables y, en algunos casos, han resistido la presión de su base para regresar a un populismo a la vieja usanza, pero no están, necesariamente, reduciendo la burocracia y los impuestos, ni fortaleciendo el Estado de Derecho tanto como deberían. El crecimiento del PBI brasileño no superará el 4,5 por ciento este año a pesar de haber recibido 34 mil millones de dólares de inversión extranjera directa el año pasado, dos veces más que el año anterior. No está mal, pero podría estar mejor.
Luego está la izquierda “carnívora”, representada por Fidel Castro, Hugo Chávez, Daniel Ortega de Nicaragua, Evo Morales de Bolivia y Rafael Correa de Ecuador (el paraguayo Fernando Lugo de Paraguay y el hondureño Manuel Zelaya han pedido el carnet de socios en el club pero todavía no han ingresado). Se aferran a una visión marxista de la sociedad y una mentalidad de Guerra Fría que separa al “norte” del “sur”, y procuran explotar las tensiones étnicas, particularmente en la región andina. La lluvia de dinero petrolero obtenido por Hugo Chávez está financiando gran parte de este esfuerzo. Según distintas fuentes, su petro-diplomacia subversiva ha destinado hasta ahora entre 16 y 24 mil millones de dólares que no le pertenecen a él sino al pueblo venezolano.
La gastronomía del matrimonio Kirchner en Argentina es ambigua —se ubican en algún punto entre los carnívoros y los vegetarianos, a pesar de que el gobierno de Cristina Kirchner se ha acercado a pasos agigantados a los carnívoros en los últimos meses al tratar de establecer un impuesto colosal a las exportaciones y nacionalizar las pensiones de la clase media. Tomando en cuenta el gobierno actual y el anterior, la pareja ha inflado la moneda, establecido controles de precios sobre la mitad de los productos que componen el índice de precios al consumidor y nacionalizado o creado empresas estatales en ocho de los principales sectores de la economía. Pero han evitado los extremos revolucionarios e incluso pagado la deuda al Fondo Monetario Internacional (aunque se han endeudado con Chávez, que es nuestro FMI).
Las diferencias al interior de la izquierda son tan grandes como lo son entre la izquierda y la derecha. Tanto los carnívoros como los vegetarianos se opusieron al Area de (semi)Libre Comercio de las Américas que los EE.UU. y 29 naciones latinoamericanas deseaban suscribir. Pero la integración sudamericana —que fue presentada como la alternativa a la integración de todo el hemisferio— es una mezcolanza de bloques sub-regionales que compiten entre sí y están desgarrados por luchas internas, de la cual no ha surgido nada consistente a pesar de la retórica bolivariana. Resulta difícil entender por qué las 29 naciones no siguieron adelante y dejaron atrás al MERCOSUR. El comercio de los países del MERCOSUR (incluido su nuevo miembro, Venezuela) con el mundo representa apenas el 40 por ciento del comercio mundial del resto de América Latina y el Caribe, y un magro 7 por ciento del comercio mundial de todas las naciones restantes del hemisferio si incluimos a los Estados Unidos y Canadá. ¿Por qué se dejaron intimidar esos 29 países que deseaban avanzar hacia el libre comercio por unos pocos brabucones en la cumbre de Mar del Plata de 2005?
Sabemos que el comercio no es suficiente para generar prosperidad a menos que está acompañado de reformas internas de libre mercado, pero es una condición necesaria para la creación de riqueza: según el Institute for International Economics, en apenas dos generaciones el comercio aumentó la riqueza de los Estados Unidos, el país al que muchos latinoamericanos les encanta odiar, en un 1 billón de dólares (un “trillion” en inglés), añadiendo en promedio 9.000 dólares al ingreso anual de cada hogar. Y eso que el comercio de los Estados Unidos está lejos de ser totalmente libre.
En años recientes, el crecimiento económico gracias a una economía que es más abierta de lo que era en los años 80, ha ayudado a generar una nueva clase media en nuestros países. Las ventas de automóviles, computadoras y artículos electrónicos en países como Brasil y México han alcanzado cifras récord. A diferencia de la clase media que surgió entre 1940 y 1970 y estuvo vinculada a la burocracia, la nueva clase media surge de la empresa: por ejemplo, las pequeñas empresas que sirven a los consumidores o suministran servicios a corporaciones más grandes. Según el Banco Santander, 15 millones de hogares dejaron de ser pobres y se volvieron de clase media baja entre 2002 y 2006. En México, el número de familias con ingresos mensuales de entre 600 y 1.000 dólares se elevó de 5,7 millones en 1996 a 10,7 millones en 2006, según el GEA (Grupo Economistas Asociados.) En Argentina, la proporción de familias que ingresan 1.000 dólares al mes se incrementó del 20 por ciento en 2003 al 40 por ciento en 2006.
Además del surgimiento de una nueva clase media baja, ha habido algún alivio de la pobreza en América Latina debido a que las extraordinarias condiciones internacionales han proporcionado ingresos extraordinarios gobiernos como el de Brasil, México, Perú y Colombia, que han destinado estipendios en efectivo a ciudadanos muy pobres a cambio de que envíen a sus hijos a la escuela. Unos 50 millones de latinoamericanos se han inscrito en estos programas. Sin embargo, si las condiciones variasen, podría ser muy difícil mantener estos subsidios. En virtud de la ausencia de reformas importantes desde fines de la década de los 90, los niveles de inversión son todavía bajos en América Latina comparados con los de Chile, que se sitúan desde hace años por encima del 25 por ciento del PBI, y otra regiones en vías de desarrollo, donde bordea el 30 por ciento en otras áreas. La calidad de vida no está mejorando de un modo sustancial para la mayor parte de la gente. En todo caso, la reducción de la pobreza mediante dádivas trae alivio a los países pobres, pero no equivale a una acumulación de capital sostenida y de largo plazo como la que, según el Banco Mundial, ha sacado a casi 400 millones de personas de la pobreza en las últimas dos décadas alrededor del mundo gracias a las reformas de libre mercado. Según “Can Latin America Compete”, un reciente libro escrito por Jerry Haar y John Price, entre 2003 y 2005, la economía de América Latina creció un 53 por ciento pero la productividad creció menos del 4 por ciento.
Todo esto significa que América Latina debe hacer un esfuerzo mayor para ser competitiva. El costo de no ser lo suficientemente competitiva durante los últimos 15 años, medido a partir de la fuga neta de capitales y cerebros, asciende a 1,3 billones de dólares y sigue costándole a la región 160 mil millones de dólares anuales (también según Haar y Price.)
Lo que falta en América Latina es el torrente de actividad empresarial pequeña, mediana y grande que otras regiones del mundo fueron capaces de desatar mediante reformas institucionales. Winston Churchill escribió alguna vez: “Algunas personas ven a la empresa privada como un tigre depredador al que hay que dispararle. Otras la observan como una vaca a la que pueden ordeñar. No hay mucha gente que la vea como a un saludable caballo que tira de un robusto carruaje”. Actualmente, existen más de 63.000 empresas multinacionales en el mundo. De las cien más grandes economías del mundo, 51 son corporaciones privadas. A pesar de que la importancia de la empresa privada es obvia, en América Latina hemos sido recelosos frente a ella. Ponemos demasiados obstáculos a la empresa privada, hay demasiadas empresas estatales en los sectores claves, la tributación es demasiado pesada, nuestras leyes laborales son demasiado rígidas, hay pocos incentivos para la innovación y –tal vez lo más importante— nuestros sistemas de justicia no son muy confiables.
Todavía cuesta más abrir un negocio en América Latina que en cualquier otra parte excepto el Medio Oriente y Africa. Sólo una parte de la economía latinoamericana está plenamente globalizada, como las diecisiete firmas brasileñas que integraron la lista de las más grandes empresas del mundo en 2006 publicada por la revista Forbes. Sí, Embrear, la empresa brasileña, es el cuarto fabricante aeronáutico del mundo y compañías como Cemex, AmericaMovil, Carvajal, Falabella, Oderbrecht y Techint se han proyectado con gran éxito. Pero en Perú, por ejemplo, tres millones de pequeños y medianos emprendedores que representan al 98 por ciento de todos los negocios están produciendo no más del 35 por ciento de la riqueza total debido a que no gozan de la seguridad y libertad de acción que disfrutan unas pocas empresas privilegiadas.
En muchas naciones latinoamericanas, existe aún escasa conexión entre los centros de investigación económica y la economía productiva, parte del motivo por el cual, con la excepción de México y Brasil, esas economías —incluida la de Chile— son muy dependientes de los recursos naturales y los “commodities”. Las cuatro empresas más grandes de América Latina son monopolios o cuasi monopolios estatales dedicados a la explotación y refinamiento de petróleo. Que ironía que la misma izquierda que hace unos años denunciaba la dependencia de la región con respecto a las materias primas y acusaba a los países ricos de mantener “términos de intercambio injustos” con América Latina porque les vendíamos “commodities” baratos y ellos nos vendían bienes industriales y de capital costosos estén disfrutando ahora de una verdadera orgía dependentista en relación con los “commodities”.
El petróleo genera el 40 por ciento de los ingresos del gobierno mexicano. Los impedimentos a la inversión privada están reduciendo la producción petrolera. El proyecto Cantarell, que representa dos tercios de la producción de petróleo, perderá la mitad de su capacidad de extraerlo en los dos próximos años debido a la falta de capitalización. El alto costo de la energía y los impuestos necesarios para sostener esto lesionan la competitividad del país. La electricidad también está en manos estatales en México. Los precios son establecidos en función de los ingresos que necesita el monopolio; los productos son de baja calidad y la oferta es escasa. Por su parte, Bolivia no ha explotado plenamente sus 52 billones de metros cúbicos de gas natural debido a la agitación política respecto de la inversión extranjera (los inversores extranjeros fueron los que descubrieron las reservas en los años 90, por supuesto).
En cambio, Trinidad y Tobago abrió el sector de los hidrocarburos a la inversión privada y ofreció garantías de largo plazo. En la actualidad es el principal productor y exportador de gas natural, y su industria petroquímica está en auge.
Debido a que el Estado continúa siendo demasiado grande en la región, el gasto público está subiendo casi un 10 por ciento al año en términos reales.
Hay demasiados impuestos y el código tributario es laberíntico. Algunas empresas brasileñas pagan 61 impuestos distintos. Existen demasiadas categorías y regímenes diferenciados. Estas distorsiones incrementan los costos de transacción. Las pequeñas y medianas empresas mexicanas gastan más del 30 por ciento de sus recursos en la contratación de escuadrones de especialistas en tributos y contables. Cuesta demasiado contratar y despedir trabajadores.
Existen demasiadas restricciones a las negociaciones salariales y a la movilidad laboral, incluidos impedimentos a la libre contratación de trabajadores no sindicalizados. Hay poca relación entre la remuneración salarial y la productividad.
Otro factor que entorpece nuestra capacidad para competir mejor es la falta de innovación suficiente. Brasil, por ejemplo, ha creado algunos “parques tecnológicos” pero se encuentran en sus etapas iniciales. Y es verdad que los brasileños han hecho adelantos en bio-energía, incluido el combustible en base a etanol y el bio-diesel, la administración de la tierra y la selva, y la geología petrolera en aguas profundas. Es también cierto que Argentina posee un centro de software en Córdoba o que en, en Costa Rica, un número de escuelas de ingeniaría están vinculadas a Intel. Pero estos esfuerzos son parciales, aislados y fuertemente dependientes de los fondos del Estado.
Los contratos se hacen cumplir muy pobremente y la ausencia de una reforma judicial afecta la capacidad de nuestra región para combatir la pobreza. Significa, por ejemplo, que incluso con una reforma de los títulos de propiedad los beneficios económicos son pequeños. Más de 1 millón doscientos mil títulos de propiedad fueron distribuidos por el gobierno peruano en los últimos 15 años. Pero un estudio conjunto realizado por la Harvard University y el International Food Policy Research Institute no halló evidencia alguna de que los títulos de propiedad hubiesen incrementado la probabilidad de obtener un crédito de manos de un banco privado aún cuando las tasas de interés sean más bajas. Los bancos no confían en su propia capacidad para ejecutar una hipoteca debido a que no confían en los tribunales y perciben que existe una interferencia política (el gobierno protegerá a las familias pobres que no devuelvan los préstamos de los bancos privados).
Todo esto tiene cambiar fundamentalmente y los modernizadores de los que hablé al principio deberían estar abocados a ello. La úñica forma de segar el césped bajo los pies de los populistas es liberal el poder creativo de la gente. El centro que dirijo en Washington, DC —el Centro Para la Prosperidad Global en el Independent Institute— ha desarrolló recientemente una serie de trabajos de investigación sobre casos de éxito empresarial en países pobres. Las preguntas que quisimos responder fueron estas: ¿existe una gran reserva empresarial en los países pobres? Si es así, ¿qué facilita su desarrollo y qué lo dificulta? ¿Cuál es la relación entre el desarrollo de la empresa privada y la reducción de la pobreza, o, para expresarlo de un modo positivo, ¿qué desencadena la prosperidad?
Nuestros trabajos de investigación ilustran la idea central defendida por los teóricos de las actividades emprendedoras, desde Richard Cantillon a Israel Kirzner a Mancur Olson: que el elemento decisivo en la travesía de un país de la pobreza a la prosperidad es el desarrollo de las reservas empresariales de sus hombres y mujeres, y que las instituciones que otorgan más libertad a sus ciudadanos y más seguridad a sus posesiones son las que facilitan mejor la acumulación de riqueza.
Todas las historias que integran esta serie fueron extensamente investigadas en el lugar de los hechos por los distintos autores y sus equipos de apoyo. El espíritu empresarial fue un factor fundamental para que la familia Añaños, que la hace dos décadas atrás se ganaba la vida en una pequeña granja de Ayacucho, la región andina aterrorizada por una organización maoísta, se convirtieran en el mayor fabricante de bebidas sin alcohol de América Latina. El espíritu empresarial antes que el crédito barato, la transferencia de capital o una educación formal es lo que le permitió a Aquilino Flores, que migró de la miserable región peruana de Huancavelica a Lima, la capital, ascender en la escala social. Comenzó lavando automóviles. Por encargo de uno de sus clientes, un comerciante de ropa, salió a vocear camisetas de algodón en el Mercado Central. Estimulado por sus clientes, que le sugirieron maneras de mejorar el diseño, subcontrató la impresión de dibujos en las camisetas. En 1996, la familia Flores estableció su primer taller con una máquina de coser, pasando gradualmente de ser vendedores callejeros a ser diseñadores. Su gran salto llegó cuando recibieron una orden de exportación por 10.000 dólares de un pueblo en la frontera entre Perú y Bolivia. Pronto fueron capaces de abrir más talleres y tiendas.
No pasó mucho tiempo para que Aquilino descubriese que el trabajo barato era un impedimento para crecer. Era hora de hacer inversiones de capital y contratar de mano de obra especializada. La familia Flores adquirió maquinaria de última generación, creó sus propias fábricas de teñido e integró verticalmente su producción. En 2007, Topy Top, el exportador textil líder del Perú, ya fabricaba 35 millones de prendas por año (muchas de las cuales son vendidas en las tiendas Old Navy, Gap y Nike en todos los Estados Unidos), generando ventas anuales de más de 100 millones de dólares y empleando a 5.000 personas.
Estas historias de éxito fácilmente podrían multiplicarse en todo el continente y serían el mejor antídoto contra Hugo Chávez y su pandilla si emprendiéramos las reformas pendientes. Nada vacuna a un país contra su izquierda carnívora mejor que el acceso a la propiedad y la empresa.
Algunas de las grandes empresas de América Latina ya están mostrando el camino. Según la revista América Economía, la inversión extranjera directa originada en un país latinoamericano se incrementó seis veces en los últimos tres años. Esta fascinante tendencia incluye casos como la adquisición por parte de Cemex, la productora mexicana de cemento, del Rinker Group de Australia por más de 14 mil millones de dólares —movida que probablemente ha convertido a Cemex en la principal cementera del mundo— y la toma del control del mamut minero de Brasil, la Companhia Vale do Rio Doce de Inco, un negocio minero de Canadá, por más de 17 mil millones de dólares.
Esto no significa que América Latina vaya sobrepasar a Asia como fuente de inversión extranjera directa en poco tiempo más: el 60 por ciento del capital extranjero originado en un país en subdesarrollado es aún asiático. Pero significa que existe un grupo cada vez más competitivo de empresas latinoamericanas. Esto probablemente explica que de las quinientas compañías principales, solamente la cuarta parte sean hoy “extranjeras”. Hace siete años la proporción era cercana al 40 por ciento.
Pero estos buenos ejemplos no bastan. Sólo una gran reforma institucional puede multiplicarlos. El corazón del problema se encuentra en el Estado latinoamericano—y el Estado latinoamericano moderno es hijo del populismo. El populismo se inicia como una reacción contra el Estado oligárquico del siglo 19 y estuvo caracterizado por los movimientos de masas multi-clasistas liderados por caudillos que culpaban a las naciones ricas por las penurias de América Latina y procuraban revindicar a los pobres mediante el voluntarismo, el proteccionismo y una masiva redistribución de la riqueza. El resultado fue un gobierno hinchado, una burocracia asfixiante, el sometimiento de las instituciones judiciales a la autoridad política y un sistema económico parasitario.
El gran escritor estadounidenses H. L. Mencken definió al demagogo como “alguien que predica doctrinas que sabe que no son ciertas a hombres que sabe que son idiotas”. El populista latinoamericano es el capítulo regional del demagogo universal.
El populismo no nació en América Latina sino – de un modo inconexo e irónicamente simultaneo — en Rusia y en los Estados Unidos. En Rusia, fue principalmente un ejercicio elitista de naturaleza intelectual, mientras que en los Estados Unidos surge de las “bases”, comenzando con la reacción de ciertos grupos agrícolas contra lo que percibían como la amenaza del desarrollo industrial y su correlato financiero.
Cuando uno se refiere al populismo latinoamericano, resulta mas sencillo hablar de nombres, rostros y acrónimos que mencionar ideas o dogmas. Una de sus características es precisamente lo que Carlos Sabino ha denominado su “imprecisión ideológica”. El perfil ideológico del populismo es difuso. El populismo es un arte plástico mediante el cual cada creador moldea una masa suave hasta que le da una forma particular según su voluntad, la cual generalmente es también la voluntad de esa porción del “pueblo” en cuyo nombre esculpe su cuestionable obra. Un definición precisa es por ende imposible: el populista es un ser providencial, situado por encima de las leyes y programas que se debe al “pueblo” antes que a la filosofía o la doctrina, y por lo tanto deja muchos espacios abiertos a la improvisación.
Pero todos los populistas comparten características básicas: el voluntarismo del caudillo como sustituto de la ley; la impugnación de la oligarquía y su reemplazo con otro tipo de oligarquía; la condena del imperialismo—que a menudo es un pretexto para odiar a los Estados Unidos; el “tercermundismo”, en las apropiadas palabras de Carlos Rangel, es decir la proyección de la lucha de clases entre ricos y pobres al escenario de las relaciones internacionales; la idolatría del Estado como fuerza redentora de los pobres; el autoritarismo bajo el disfraz de la seguridad del Estado, y el clientelismo, una forma de padrinazgo mediante la cual el gobierno es el conducto para la movilidad social y la manera de obtener un “voto cautivo” para las futuras elecciones.
La cultura populista se encuentra tan arraigada en la psiquis latinoamericana que continúa dominando a las instituciones incluso cuando los modernizadores llegan al cargo. A esto se debe que los años 90 —a pesar de una considerable privatización y liberalización— terminaran mal en muchos sentidos. La respuesta ha sido el surgimiento de gobiernos de izquierda y poderosos movimientos populistas de oposición, a pesar de que la reciente victoria de Felipe Calderón en México significa que la razón está dando una buena pelea en algunas partes de este hemisferio. El populismo está impidiendo que algunos modernizadores, tanto centro-derechistas como izquierdistas vegetarianos, hagan reformas significativas.
Sabemos que la prosperidad es el premio de los sistemas que protegen los derechos de propiedad. Pero algunos de nuestros gobiernos han actuado un poco como mafias, protegiendo algunos derechos individuales a cambio de obtener una renta y anulando en la práctica los derechos de los otros. El resultado ha sido una insuficiente acumulación de capital y por tanto un terrenno abonado para la izquierda carnívora. Cuanbdo pienso en lo que son los derechos de propiedad pienso en el Dr. Francia, un dictador paraguayo del siglo 19. Promulgó una ley que prohibía las cerraduras en las casas de la gente para demostrar lo seguro que era su país —es decir, su feudo (me cuentan que la tasa de fertilidad aumentó hasta que las cerraduras fueron restauradas…) Cuando las instituciones latinoamericanas finalmente decidan proteger los derechos de propiedad de todos, esas naciones encontrarán la gema dentro del cerebro del carbunclo y los Chávez de este mundo volverán al zoológico. Ni un día antes.
Traducido por Gabriel Gasave
Alvaro Vargas LLosa es Académico Senior del Centro Para la Prosperidad Global en el Independent Institute y editor de “Lessons from the Poor”.
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