El archivista y los empleos
Tal vez en aquel periodo de ayunos, privaciones, oraciones y estricta disciplina contrajo el amor por los tiempos idos e intuyó que un país que se rinde a la amnesia histórica se queda tan sin defensas para enfrentar los problemas como esos campesinos de las alturas congolesas que, cuando bajan al llano, se hallan indefensos ante los mosquitos. El amor de Monsieur Placide por la historia no es arqueológico, está cargado de preocupación por el presente. “Conociendo nuestro pasado”, dice, “entenderemos mejor por qué anda el Congo como anda y será más fácil atacar el mal en sus raíces.”
Es un hombre suave, muy delgado, servicial, tímido, de maneras elegantes. Tiene un puestecillo menor en la Alcaldía y desde hace tiempo recolecta todos los papeles viejos, documentos, revistas, recortes de periódicos, cartas, que tienen que ver con Boma. Junto a su escritorio, apilados en el suelo, están esos materiales que serán algún día el embrión del Archivo Histórico del lugar. Paso un largo rato, distraído del calor pegajoso y las moscas indolentes, examinando legajos, silabarios y catecismos de la época colonial, manuales de buena conducta para señoritas, partidas de defunción, ordenanzas donde se clasifica a los indígenas por razas, etnias y domicilio, carteles con las prohibiciones que se colgaban en el barrio de los colonos y en el de los nativos en esos años en que desembarcaron aquí los europeos, con el fin, según el acuerdo de Berlín de 1885, de acabar con la trata de esclavos y civilizar al país usando el comercio libre para abrirlo al mundo y hacerlo prosperar. Nada de eso hicieron. Cuando, en 1960, el Congo se independizó, no había un solo profesional congoleño y la esclavitud, aunque encubierta, todavía existe. El comercio jamás fue libre, sino un monopolio de la potencia colonial, que, antes de irse, exprimió sin misericordia sus recursos y sus gentes.
Monsieur Placide es un libro de historia viviente y recorrer Boma con él es ver transformarse este pueblo pobre, abandonado y triste, en la activa y variopinta aldea de sus orígenes, cuando, a fines del siglo XIX, los despistados belgas encargaron a constructores alemanes la edificación de estas casas cuadradas, de dos pisos, de madera de pino traída de Europa y de planchas metálicas, que debían convertirlas en hornos a la hora del sol. Todavía están aquí, ruinosas pero en pie, con sus pilotes de piedra, sus largas terrazas, barandas y ventanas enrejadas y sus techos cónicos, formadas en hilera frente al río. Allí está también la primera iglesia, la del Espíritu Santo, diminuta y sofocante, toda de fierro. Pero el cementerio colonial, llamado “de los pioneros”, ha desaparecido bajo la maleza, aunque, de pronto, asoma entre la verdura, llena de barro, la lápida descolorida de un misionero de Lieja, un topógrafo de Amberes o un agente comercial de Bruselas. La mansión del Gobernador General, rodeada de frondosos y centenarios baobabs, luce molduras donde, desdibujada, se divisa todavía la efigie de la Reina de Bélgica. El panorama del gran río africano, ancho, ocre, espumoso, salpicado de islas, que ha recorrido ya medio continente antes de llegar hasta aquí y avanza hacia el Atlántico, ancho, poderoso, silente, escoltado por bandadas de pájaros, es deslumbrante.
En el primer piso de esta casa que parece a punto de deshacerse como una momia milenaria, Monsieur Placide nos conduce a una habitación desnuda, en la que hay sólo dos mesitas, con dos mujeres sentadas ante ellas. No sin cierto orgullo, nos dice: “Esta es la Biblioteca de Boma”. Nos presenta a la Bibliotecaria y su ayudante. Pero ¿y los libros? No hay uno solo. Nos explican que están guardados en cajas, en distintos depósitos, pero que, algún día, se construirán estantes y los libros serán traídos aquí y esta habitación se llenará de lectores. Entretanto, la Bibliotecaria y su asistente vienen puntualmente a sus puestos de trabajo, donde pasan las ocho horas reglamentarias. Tienen un sueldo, sin duda, tan fantasmal como los libros que administran.
No es ésta mi primera experiencia con los trabajos imaginarios del Congo. La Biblioteca de Boma no es una excepción. Se trata también de una epidemia, pero, a diferencia del cólera o el paludismo, benéfica. Dos días atrás, en Matadi, a 130 kilómetros río arriba, visité la Estación del Ferrocarril construido por Stanley, sólido e imponente edificio amarillo donde una gran placa anuncia que de aquí partió el primer tren hacia Kinshasa (que entonces se llamaba Leopoldville) el 9 de agosto de 1877. El local está muy activo. Un destacamento policial cuida las instalaciones y hay un jefe de estación a quien diviso en su oficina, con una gorrita y un guardapolvo que deben ser del uniforme. En las oficinas conté hasta una veintena de personas, hombres y mujeres, sentados en escritorios, abriendo y cerrando cajones, ordenando estantes. Había, incluso, empleados atendiendo en las boleterías. Unos pizarrones indicaban las horas de salida de los trenes y las estaciones en que hacía escala el que iba rumbo a Kinshasa. Pero, el último tren que partió de aquí lo hizo hace ya muchos años (nadie quiso o supo decirme cuándo). Todos vivían una ficción, ni más ni menos que los personajes de la novela de Juan Carlos Onetti, “El astillero”. Van a trabajar a diario, llenan formularios, tarjetas, actualizan los informes, descansan los domingos.
Unos días después, en otro pueblo colonial del Bajo Congo, Mbanza Ngungu, me encuentro con idéntico espectáculo. Allí, la estación es, en verdad, un enorme taller de reparaciones y un depósito de vagones y locomotoras fuera de servicio. El lugar está lleno de operarios, vigilantes, empleados que ocupan todas las instalaciones y circulan de un lado a otro. Se diría que se hallan atosigados de trabajo. Pero, los vagones han sido desguazados hace tiempo y las locomotoras son unos esqueletos herrumbrosos sin ruedas ni timones. Este tráfago es una pura representación, una pantomima en la que participa toda la comunidad.
Poco a poco descubro que el Congo entero está atiborrado de ficciones semejantes. Sin ir más lejos, el Aeropuerto Internacional de Kinshasa tiene toda un ala, cuyas compañías han desaparecido, y sin embargo los empleados siguen yendo a ocupar sus puestos, mañana y tarde, como antaño.
¿De qué se trata? De un ejercicio colectivo de magia simpatética, parecido al de esos pueblos primitivos que, según cuenta Frazer en La Rama Dorada, zapatean contra la tierra imitando la caída de las gotas de la lluvia a fin de que así, contagiado, el cielo descargue sus aguas sobre la tierra sedienta. Pero, no hay nada primitivo sino una conducta altamente civilizada en este recurso a la ficción con que millares de congoleños siguen yendo a trabajar, aunque sepan perfectamente que esos trabajos ya no existen. Ellos hacen lo que pueden hacer. No está en sus manos resucitar las locomotoras destruidas, ni comprar libros para la biblioteca, ni sobornar a las compañías desertoras para que retornen. Pero, seguir yendo a sus puestos, contra todo realismo, es una manifestación de esperanza, una manera de resistir la desesperación, de proclamar a los cuatros vientos que hay un futuro, que la vida –el trabajo- volverá a renacer y que el desgraciado país que es el suyo resucitará de sus cenizas, como un Ave Fénix. Cuando aquello empiece a ocurrir, ellos estarán allí, en la primera fila, dando la batalla de la recuperación. Y, entonces, sin duda, recibirán otra vez esos salarios que hace tiempo se esfumaron de sus vidas, al igual que la paz, la seguridad, el sustento y la alegría. Cuando la realidad se vuelve irresistible, la ficción es un refugio. Por eso existe la literatura, esa escapatoria de los tristes, los nostálgicos y los soñadores. Los congoleños no la leen, la viven.
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