Barack Obama y la revolución posible
Fuera de Estados Unidos se entienden mal los nombramientos de Barack Obama. Esperaban (seguramente deseaban) a un revolucionario radical, y todo parece indicar que estamos ante un político prudente que dedicará su paso por la Casa Blanca a enmendar medidas de gobierno equivocadas como la intervención militar en Irak o el excesivo gasto público, y a solucionar ciertos problemas concretos que afectan a la sociedad, y en primer lugar la hecatombe financiera que sacude al país y el endiablado asunto del seguro médico del que carecen cuarenta millones de norteamericanos.
Ratificar a Robert Gates en el Ministerio de Defensa –un veterano ex jefe de la CIA especializado en asuntos rusos con fama de genio–, nombrar a Hillary Clinton secretaria de Estado y colocar a Paul Volcker al frente de sus asesores económicos es la demostración de que bajo la presidencia de Obama el poder permanecerá en las manos experimentadas del establishment norteamericano, algo que parece sensato tras 232 años de una exitosa y continuada experiencia como nación independiente.
En España y América Latina leí y escuché a algunos analistas convencidos de que Obama cambiaría el “modelo” americano. No entendían que Estados Unidos no tiene un modelo económico o político rígido, sino un sistema abierto basado en el funcionamiento de las instituciones.
Hay unas leyes, un poder limitado por la Constitución, un modus operandi, y quien ocupa la Casa Blanca o quienes se sientan en el Capitolio cumplen sus funciones de acuerdo con esas reglas y el mandato que les confieren los electores.
Tampoco entendían que el pueblo norteamericano no estaba esperando a un revolucionario, sino a un gerente eficaz capaz de solucionar creativamente algunos asuntos que preocupan y dividen a la sociedad norteamericana.
El mesianismo, felizmente, no es una patología habitual en la sociedad norteamericana. La idea de que a un presidente carismático le corresponde dirigir al país en dirección a un futuro luminoso que él ha identificado es contraria al espíritu republicano con que se fundó Estados Unidos.
Cuando Obama, de una manera vaga, hablaba de “cambio” en el terreno económico, se refería fundamentalmente a eso: arreglar ciertos aspectos fallidos mediante la recaudación de impuestos, la reformulación del presupuesto y la asignación de recursos públicos. Nada más. Eso es todo lo que puede hacer y eso es lo que se espera que haga.
Un presidente americano no puede convocar a la prensa para anunciar que el país va a copiar el “modelo escandinavo” de gobierno, como si fuera Hugo Chávez informándoles a los venezolanos que se encaminan al “socialismo del siglo XXI”. Esto, naturalmente, no quiere decir que el sistema de gobierno norteamericano es el mejor que existe, o que ha generado la mayor calidad de vida del planeta.
En el Índice de Desarrollo Humano que anualmente compila Naciones Unidas, el país ocupa el duodécimo lugar, entre Finlandia y España, lo que no está nada mal, aunque muy por debajo de Australia (3), Canadá (4) e Irlanda (5), tres naciones provenientes de la misma estirpe inglesa, aun cuando se sitúa por delante de Gran Bretaña (17), la nación que inventó el mundo moderno en el siglo XVII, y que desde principios del XX empezó su declive y comenzó a perder importancia relativa.
Lo que quiere decir, en cambio, es que Estados Unidos a fines del siglo XVIII encontró una manera original y muy eficaz de organizar la convivencia y, de manera progresiva, mientras aumentaba paulatinamente el ámbito de las libertades individuales, se ha convertido en el país más poderoso del mundo, pese a sus fallos y limitaciones.
Como suelen decir los norteamericanos: ¿para qué cambiar lo que funciona adecuadamente?
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- 23 de julio, 2015
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