Días tranquilos en Bombay
Desde hace tiempo es Mumbai, pero yo prefiero decir Bombay cuando hablo de esa ciudad que tanto me gustó cuando viajé a la India. He vuelto a ver imágenes de sitios y edificios que visité, sólo que ahora se trataba de vídeos con charcos de sangre, heridos, gente que corría espantada. Los terroristas del islamismo fundamentalista atacaron la capital financiera y a la vanguardia del país porque están en contra del progreso y de las fusiones que genera la aldea global. Ellos querrían ver un mundo oprimido bajo el burka y la esclavitud del pensamiento único. Los fanáticos religiosos son así: unidimensionales y obtusos. No hay más remedio que defendernos de ellos si queremos preservar el reducto de libertad. No queda otra alternativa.
Me resulta extraña la idea de que por donde mismo paseé para disfrutar de los atardeceres en las inmediaciones de las Puertas de la India, hubo estallidos de granadas que interrumpieron el paseo de los chiquillos y las parejas enamoradas al borde del Mar Arábigo. Allí vi barcos que cortaban el horizonte y cuando caía el sol todo era naranja en Bombay, como el collar de caléndulas que me ofrecieron a la salida de un templo jainista en el barrio residencial de Malabar.
Recuerdo los días en Bombay como un remanso en el transcurso de un duro viaje, desde la pobreza en las calles áridas de Nueva Delhi a los cadáveres que ardían a las orillas de los Ghats en Benarés, donde vimos amanecer a bordo de una barcaza sobre el Ganges. Los fuertes olores de la ciudad santa de la India, sus laberintos y las vacas –sagradas y escuálidas– encajadas en los recovecos como efigies imposibles.
Hay quien se arrepiente de viajar a la India por los contrastes sociales de las barriadas, los niños que deambulan, los monos sueltos, las inclemencias de algunos paisajes. Pero para mí ha sido, tal vez, el viaje que más adentro llevo. En algún momento llegué a pensar que se me prendió por razones sentimentales. Recuerdos de algo que fue y luego se perdió en el eco del Palacio de los Vientos una mañana soleada en Jaipur. Pero eso sería quedarse en la anécdota de los vaivenes amorosos, que más bien son episodios de felicidad intermitente y espejismos reflejados en el lago de Udaipur. Supe que la India se había quedado atrapada en el disco duro de mi retina y de mi corazón cuando me senté a escribir mi primera novela. Todo me llevó a ese país y el punto de partida surgió, precisamente, en una tarde de caminata que acabó en el majestuoso hotel Taj Majal, hoy cruelmente mutilado. Faltaba poco para partir hacia Madrid y quisimos comprar libros. En el lobby del establecimiento hotelero con más solera de Bombay descubrimos una maravillosa librería, de la que me llevé algunas obras de Naipul y una interesante crónica escrita por un hombre que siguió los monzones en la temporada de lluvia. También adquirimos un cuaderno con bonitas y floridas ilustraciones del Kama Sutra.
El Taj Majal resultaba prohibitivo para nuestro limitado presupuesto, pero nuestro modesto hotel, el Gordon House, estaba situado a pocos metros en una tranquila calle del barrio de Colaba, centro de reunión de extranjeros y hoy blanco principal de los muchachos exaltados que sueñan con amordazar el pensamiento y barnizar de grisura nuestras vidas.
Nunca imaginé que Bombay fuese una urbe tan llena de verdores tropicales adornando los suntuosos edificios que el imperio británico dejó a su paso: una réplica de Victoria Station, donde los trenes parten con precisión british. Hermosos museos que salpican las grandes avenidas. Elegantes cines que devuelven el glamour del star system. No en balde es en esta ciudad donde los estudios de Bollywood son escenarios de cartón piedra en los que se desarrollan insólitos y kilométricos musicales que enardecen al público.
Quiero creer que algún día no muy lejano regresaré a Bombay, donde recorrí sus calles con la certeza de que el mundo no temblaría. Aún conservo la caléndula seca y marchita que me regalaron a la salida del templo. Eran días tranquilos en Bombay.
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- 23 de julio, 2015
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