Lo que América Latina puede aprender de Israel
Universidad de Tel Aviv, Israel
Hace unos meses, con motivo del sesenta aniversario de la creación del Estado de Israel, escribí y divulgué en varios diarios un artículo titulado El tigre semita. La afirmación básica, sustentada por varios datos elocuentes, era muy clara: la experiencia social y política más exitosa del siglo XX ha sido el nacimiento y posterior desarrollo del Estado de Israel, acontecimiento ocurrido en medio de las mayores vicisitudes concebibles. Se hablaba de los “tigres de Asia” (Hong-Kong, Corea del Sur, Taiwan y Singapur), y hasta del “tigre celta”, Irlanda, pero nadie mencionaba el sorprendente caso de Israel.
Un amigo latinoamericano que había leído la columna en El País de Montevideo, admirador, como yo, de la experiencia israelí, me llamó para felicitarme, pero también para hacerme una pregunta no exenta de cierta melancólica humildad: “¿hay alguna lección que podamos aprender de Israel?”. A mi amigo, como me sucede a mí, le resulta desconsolador que América Latina sea la porción más tenazmente pobre e inestable de eso a lo que llamamos “el mundo occidental”. Le dije que pensaría sobre ello.
Pobreza y estabilidad: la lección posible
¿Qué puede aprender del pequeño Israel una porción del Nuevo Mundo, América Latina, de 17,700,000 kilómetros cuadrados, fragmentada en una veintena de países muy diferentes entre sí, y casi quinientos millones de habitantes, de los que al menos un ochenta y cinco por ciento se declara cristiano?
A primera vista, son dos realidades absolutamente diferentes: Israel, un estado fuertemente influenciado por el judaísmo, es un diminuto país de apenas 20,770 kilómetros cuadrados, algo más reducido que El Salvador, la nación más pequeña de América Latina, dotado con una población que excede ligeramente los siete millones de habitantes, también semejante, por cierto, a la del citado país centroamericano.
Pero antes de entrar en el tema hay que precisar qué es exactamente lo que América Latina pudiera aprender de Israel o de cualquier país exitoso que consiga explicárselo. Primero, cómo Israel, en apenas sesenta años, pese a los inmensos inconvenientes que ha debido afrontar, ha conseguido forjar una nación democrática y estable; y, segundo, cómo, en medio de frecuentes guerras y constantes sobresaltos, ha logrado un alto nivel de desarrollo científico y técnico, en donde predominan las clases medias, hasta alcanzar un ingreso per cápita de $26,600 dólares, medido en capacidad de compra o purchasing power parity.
Como nota de comparación, anotemos que en América Latina el país con el per cápita más alto es Chile, con $14,300, y el que exhibe el más bajo es Nicaragua, con apenas $2,800. Entre estas dos cifras, la gama de ingresos varía notablemente, pero el promedio general debe situarse en torno a los $7,500.
Otro dato que conviene retener es el de la distribución de esos ingresos: si el Índice o coeficiente Gini, efectivamente, determina el nivel de equidad en la distribución de la riqueza, Israel es un país mucho más justo que toda América Latina. El Índice Gini de Israel es 0.38, mientras que en América Latina casi todos los países se acercan o exceden a 0.50. Como es sabido, en este tipo de medición, mientras las sociedades más se acercan a cero, más igualitariamente repartida está la riqueza, y mientras más se aproximen a uno, mayor será la desigualdad.
Naturalmente, eso no quiere decir que en Israel no exista pobreza. De acuerdo con la información del World Fact Book que publica anualmente la Agencia Central de Inteligencia de Estados Unidos –y de donde he obtenido la mayor parte de estos datos-, el 21.6 % de los israelíes se sitúa bajo los niveles de pobreza. Sólo que en Israel clasifican como pobre a todo aquel que recibe menos de $7.30 al día, algo muy diferente a lo que ocurre en América Latina.
En América Latina, de acuerdo con la CEPAL, el 44.2% de la población es pobre. Eso significa que aproximadamente 224 millones de latinoamericanos son pobres. Pero allí el umbral de pobreza es sólo de dos dólares al día. Sin embargo, de esa inmensa población de personas sin recursos, gentes que sobreviven milagrosamente, el 19.4%, más de 90 millones, son indigentes que reciben menos de un dólar al día. Lo que nos lleva de la mano a afirmar algo bastante obvio: ser un pobre latinoamericano es infinitamente más grave que ser un pobre en Israel, donde prácticamente la totalidad de la población tiene acceso a educación, cuidados de salud, agua potable y electricidad, y en donde es difícil encontrar familias que, literalmente, pasen hambre física.
Las desventajas comparativas
Los expertos suelen utilizar la frase “ventajas comparativas” para designar aquellos aspectos de la realidad material que suelen favorecer a las sociedades y a las personas, y que sirven para indicar cuál debe ser el mejor camino que se debe emprender para lograr el éxito económico. Israel, no obstante, casi todo lo que puede exhibir son “desventajas comparativas”. Aun a riesgo de repetir en Israel algunas observaciones harto conocidas, anotemos varias de las más estridentes, dado que esta conferencia, pese a ser dictada en Tel Aviv, tendrá bastante divulgación en América Latina, objetivo final de estas palabras:
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Israel es un país muy pequeño con una escasa dotación de tierra cultivable.
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Como está situado en una zona desértica, carece de agua en cantidades significativas, tanto para el consumo como para la irrigación.
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Tampoco posee petróleo, aunque consume y debe importar unos 250,000 barriles diarios.
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Dado que está rodeado de países enemigos, potenciales o activos, y frecuentemente ha tenido que participar en guerras u operaciones militares, aun en tiempos de paz se ve obligado a emplear el 7.3% de su PIB en gastos de defensa, al tiempo que una parte sustancial de su fuerza de trabajo invierte largos periodos en actividades militares que le impiden participar en tareas productivas. Brasil, por ejemplo, sólo dedica el 2.6 de su PIB a gastos militares. México, apenas el 0.5%.
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Por su posición geográfica –un rincón del Medio Oriente-, y por la tensa relación que mantiene con las naciones del entorno, a Israel ni siquiera le es dable integrarse en grandes bloques comerciales que le permitan crear una economía de escala, debiendo conformarse con establecer acuerdos comerciales internacionales y dedicarse a servir un mercado interno cuyo número es más o menos el de la ciudad de Buenos Aires o Bogotá.
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La población, por otra parte, es muy heterogénea. La etnia judía, que es la mayoritaria, y la que le da sentido y forma al país, aunque el 67% ya ha nacido en Israel, está formada por una compleja suma de personas cuyos orígenes culturales proceden de al menos una docena de países y culturas diferentes, lo que desmiente cualquier visión simplista o cualquier estereotipo que intente definir al judío racial o culturalmente. Si hay algo que caracteriza a los judíos israelíes es su inabarcable diversidad, enriquecida en los últimos años por el arribo en aluvión de un millón de rusos que escaparon de la debacle soviética.
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En el terreno religioso sucede exactamente lo mismo. Prevalece la pluralidad: entre los judíos existe un abanico que va desde la minoría de los ultra ortodoxos que siguen al pie de la letra las Escrituras, a un alto porcentaje de personas que no suscriben ningún tipo de creencia religiosa, a lo que se añade un 16% de la población compuesto por árabes israelíes que profesan la religión islámica, casi un 2% que son árabes cristianos, y una similar cantidad de drusos y otros feligreses de religiones escasamente representativas.
A esta breve reseña de enormes desencuentros se pueden sumar otras calamidades muy notables que hacen más admirable aún el milagro israelí: aunque los judíos constituían una viejísima nación, carecían de Estado desde hacía milenios, a mediados del siglo XX no tenían experiencia en autogobierno, y ni siquiera se comunicaban en un idioma común, dado que el hebreo era una lengua litúrgica que hubo que revitalizar, porque sólo la dominada una minoría muy educada y versada en cuestiones religiosas. En español existe un extrañísimo verbo, “desamortizar” -literalmente “sacar del mundo de los muertos”-, que se puede utilizar con relación al hebreo: es una lengua desamortizada, un idioma traído de nuevo a la vida por la indómita voluntad de la sociedad.
Excusas y coartadas
¿Para qué nos sirve este memorial de dificultades? Fundamentalmente, para desmentir prácticamente todas las excusas y coartadas convencionales con que pretendemos explicar nuestro relativo fracaso latinoamericano o los mediocres resultados de nuestras sociedades.
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No es verdad que el tamaño y las riquezas naturales expliquen el desarrollo y la prosperidad de los pueblos. Es difícil encontrar en el planeta un país menos naturalmente dotado que Israel.
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Tampoco es cierto que la variedad étnica y cultural constituye un valladar infranqueable, como escuchamos a menudo de quienes piensan que la presencia masiva de indígenas en países como Guatemala y Bolivia, o, en menor grado, Ecuador y Perú, hacen imposible el gran salto a la riqueza.
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Se equivocan quienes opinan que la falta de integración regional está detrás de la inmensa pobreza latinoamericana. Israel es una especie de pequeña isla, sin ninguna posibilidad a corto o medio plazo de integrarse económicamente en el mundo que lo rodea.
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Pensar que el problema latinoamericano radica en el diseño institucional contradice totalmente la experiencia israelí. El perenne debate latinoamericano sobre presidencialismo y parlamentarismo, y sobre federalismo o unitarismo, es entretenido, pero fundamentalmente inútil. Israel es gobernado por un sistema parlamentario endemoniadamente frágil, deficiente y complejo, y vive en medio de un perpetuo sobresalto político que casi siempre tiene al país al borde de la crisis de gobierno, lo que no significa que sea una nación inestable. Una cosa es la crisis de gobierno, que es lo que sufren con frecuencia los israelíes, y otra mucho más grave y diferente es la crisis de Estado, que es lo que padecemos los latinoamericanos con los golpes militares, las revoluciones y las refundaciones periódicas de la patria cada vez que un caudillo iluminado decide corregir los males que nos afligen.
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La idea, tan latinoamericana, de que los problemas se solucionan redactando una nueva y perfecta constitución, es una tonta manera de perder el tiempo y crear falsas esperanzas. Israel, pese a que era un requisito solicitado por Naciones Unidas en 1948, cuando se constituyó el país, no ha conseguido redactar una Constitución, y por ahora ha debido conformarse con lo que llaman “Leyes básicas”, probablemente por la complejidad del Kenneset y las apasionadas tendencias que ahí se dan cita, y también, seguramente, por haberse decantado poco a poco por la escuela jurídica británica basada en la costumbre y la jurisprudencia, alejándose del modelo constitucional de Estados Unidos.
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Atribuirle los éxitos de Israel a la ayuda norteamericana es una injusta exageración. A lo largo de los 60 años de la existencia del Estado de Israel, la generosa ayuda norteamericana, esencialmente militar, excede ligeramente los cien mil millones de dólares. Es verdad que se trata de una cifra impresionante (especialmente cuando recordamos que el Plan Marshall sólo alcanzó los once mil millones de dólares), pero lo es menos cuando recordamos que una ayuda de esa misma magnitud es la que recibió Cuba de manos de la URSS durante los treinta años que duró el subsidio soviético, entre 1961 y 1991, sin lograr otra cosa que el empobrecimiento crónico del pueblo cubano. México, sólo durante el sexenio en que gobernó Vicente Fox, recibió ciento ocho mil millones de dólares por medio de remesas enviadas por los mexicanos radicados en Estados Unidos, suma que, sin duda, alivió las penurias de una parte de los mexicanos, pero que no redujo sustancialmente los índices de pobreza que atraviesa el país. Por otra parte, no puede olvidarse que el gasto militar es, fundamentalmente, improductivo, entre otras razones, por el costo de oportunidades perdidas: el soldado alojado en una barraca es un trabajador que falta en el taller, y el costoso tanque que patrulla la frontera sustituye a la máquina que fabrica zapatos o al robot que realiza cirugías de corazón abierto. La ayuda norteamericana quizás contribuye a explicar la supervivencia de Israel, pero no su éxito económico ni la calidad de vida alcanzada por sus pobladores.
Las razones del éxito
¿Dónde radica el secreto del éxito relativo de Israel, país situado en el lugar número 23, entre Alemania y Grecia, del total de 177 que clasifica Naciones Unidas en el Índice de Desarrollo Humano que el organismo compila anualmente?
Tal vez no sea muy difícil de entender, dado que prácticamente todos los países que ocupan las treinta primeras posiciones en el citado Índice tienen comportamientos similares, aunque entre ellas sean tan diferentes como Japón, Canadá e Islandia. Si Tosltoi afirmaba que todas las familias felices lo eran de la misma manera, y todas las infelices lo eran de forma distinta, es posible apropiarnos de la idea del novelista ruso y aplicarla al desempeño de las naciones.
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Las sociedades exitosas son aquellas en las que la inmensa mayoría de quienes la componen, comenzando por los gobernantes, se someten al imperio de la ley, se respetan los derechos humanos, se garantiza el ejercicio de las libertades individuales, y la prensa juega celosamente el papel de fiscal permanente de la conducta de los funcionarios electos o designados.
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Son sociedades gobernadas democráticamente dentro de límites claramente establecidos por la ley, en las que los líderes se comportan con arreglo a ciertos estándares mínimos de cordialidad cívica que norman las relaciones interpersonales, y en las que se rinde culto a la meritocracia, lo que las precipita a considerar cualquier forma de favoritismo como un deleznable agravio comparativo que descalifica a quien lo lleva a cabo.
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Son sociedades abiertas, en las que el aparato productivo descansa en el sector privado y las transacciones se realizan dentro de las reglas del mercado. Sociedades donde funciona la competencia económica, se cumplen los contratos, y se pueden hacer planes a medio y largo plazo porque los derechos de propiedad están realmente garantizados y el Estado no va a atropellarlos arbitrariamente.
En estas treinta sociedades de “acceso abierto”, para utilizar la expresión del Premio Nobel Douglass North, los individuos perciben una cierta sensación de fair play que les induce a creer que sus esfuerzos legítimos producirán recompensas, que las violaciones de las normas serán castigadas, y que existe un sistema de justicia que les permitirá defender sus derechos cuando crean que son conculcados o cuando entren en conflicto con otros individuos o con el Estado. De ahí, de esa sensación de fair play, es que se deriva la vinculación emocional del ciudadano al Estado: vale la pena defenderlo porque está a nuestro servicio y no en nuestra contra, como frecuentemente percibimos en América Latina.
También puede hablarse de capital material, acaso el menos decisivo, que se refiere a la disponibilidad de inversiones, de bienes de equipo y de infraestructura con que se cuenta. No obstante, el capital material, sólo puede fomentarse y sostenerse si los otros dos (el humano y el cívico) tienen suficiente entidad, si el sistema de reglas en el que estas fuerzas operan conduce al desarrollo, y si las medidas de gobierno son razonablemente acertadas. Cuando estos factores no se engarzan adecuadamente, el capital material se estanca o se destruye.
Los tres capitales
La riqueza de Israel, primordialmente, como sucede en todas las naciones técnicamente desarrolladas, está en las cabezas de sus gentes: en su gran capital humano. Por diversas razones históricas y culturales, los judíos constituyen una de las etnias que con mayor intensidad cultivan la formación intelectual. Sé que es un lugar común subrayar ese rasgo del pueblo hebreo (se ha dicho que al inventar un día, el sábado, para dedicarlo a las cosas del espíritu, comenzó a acumular capital intelectual), pero, sea cual fuere su origen, ahí está una de las claves del desarrollo económico del Estado de Israel, extremo que suele tratar de demostrarse con la impresionante lista de judíos de todas las nacionalidades que han ganado el Premio Nobel, a la que habría que agregar la de músicos y artistas notabilísimos.
La explicación es muy simple y se despliega ante nosotros casi como un silogismo: la riqueza sólo se crea en las empresas; para generar grandes sumas de riqueza es indispensable agregarle valor a la producción de esas empresas mediante procesos sofisticados que requieren conocimientos y expertise; esto sólo es posible si la sociedad cuenta con un número significativo de personas bien educadas. En eso, esencialmente, consiste el capital humano. Sin él, no hay desarrollo.
Pero el capital humano apenas da frutos si no va acompañado de un gran capital cívico. Es en ese punto en el que intervienen los valores y actitudes. En sociedades en las que predominan las personas respetuosas de las reglas -las reglas morales y las legales-, y en las que existe respeto por las jerarquías legítimas, y los ciudadanos tienen un compromiso real con la búsqueda de la excelencia, el capital humano florece.
Esto no quiere decir que en Israel, como en cualquier otra sociedad, no hay psicópatas o seres inescrupulosos que violan las leyes, o gentes que carecen de buenos hábitos laborales, pero las personas que muestran esos rasgos son percibidas con desdén por el conjunto de los ciudadanos y no son suficientes para descarrilar al país de la senda del desarrollo en que se encuentra o para destruir los fundamentos de la convivencia.
No me gusta sonar como un predicador religioso, pero sin valores morales y cívicos sólidos, las sociedades fracasan y las instituciones dejan de rendir su cometido. Lo que quiero decir es que en Israel, como en todas las naciones exitosas, hay sanción moral para los transgresores de las normas, actitud que no siempre está presente en grandes zonas de los pueblos latinoamericanos, donde el comportamiento corrupto o ilegal de los dirigentes no los invalida ante los ojos de muchísimas personas dispuestas a tolerar esas violaciones de las normas si ellas también pueden beneficiarse.
Cuando el presidente de México declaraba, recientemente, que al menos la mitad de las fuerzas policiacas mexicanas eran cómplices de los delincuentes, estaba reconociendo algo gravísimo: admitía, seguramente muy a su pesar, que una parte sustancial de la sociedad carecía de valores cívicos y de juicio moral, porque esas docenas de miles de personas de todos los estratos y de todos los rincones del país coludidas con los delincuentes de alguna manera eran una representación transversal de la propia sociedad mexicana, en la medida que los policías no son una casta especial de seres humanos.
La lección final
¿Qué han hecho, en suma, los israelíes? Insisto: lo mismo que la mayor parte de las naciones exitosas. Hace unos años invitaron a un parco filántropo norteamericano a dar el discurso de graduación en una universidad católica centroamericana, y le pidieron que reflexionara sobre los principios de la ética. Se limitó a repetir los “Diez mandamientos” y a reducirlos todos a una recomendación final nada original, pero absolutamente válida: compórtate con el prójimo como quisieras que él se comportara contigo. Su discurso duró tres minutos.
Si hay una lección que podamos extraer del ejemplo israelí es muy simple: si en medio del desierto, y luchando contra todas las adversidades este pequeño país ha podido convertirse en el “tigre semita”, no hay ninguna excusa válida para que cualquier país de América Latina no pueda lograr una trayectoria similar. Pero, obviamente, para calcar esos resultados también hay que reproducir el modo de alcanzarlo. Ese comportamiento que, como a todas las familias felices a que aludía Tolstoi, caracteriza a todas las naciones exitosas. Ése es el camino. Es largo y complejo, y no hay ningún atajo que nos conduzca a la meta. Lamentablemente, ése es el secreto.
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