El Congreso irrelevante
Un nuevo Centro para Visitantes del Capitolio fue inaugurado recientemente, justo a tiempo para la transformación del edificio del Capitolio en la tumba de la anticuada idea de que la rama legislativa importa. Se supone que el centro añade emoción a la experiencia de los visitantes del Congreso, aunque la razón de que haya visitantes es un misterio. |
El viernes el presidente dio a los dos fabricantes automovilísticos acceso a un dinero que el Congreso expresamente no autorizó. Más dinero – hasta 17.400 millones de dólares – del debatido, recordando así a Winston Churchill hablando de los presupuestos navales:”El almirantazgo había exigido seis buques; los economistas ofrecían cuatro; y por fin alcanzamos un compromiso en ocho”.
El presidente está distribuyendo dinero salido de los 700.000 millones de dólares que el Congreso destinó al Programa de Ayuda a Activos sin Liquidez. La declaración infundada del derecho a hacer esto resulta notablemente siniestra, teniendo en cuenta el hecho indiscutible de que si el Congreso hubiera sabido que el Programa – una medida supuestamente destinada a limpiar los activos “tóxicos” de las instituciones financieras — se acabaría convirtiendo en un instrumento de política industrial espontánea, no habría sido aprobado.
Si a los fondos del programa se les puede dar algún uso al que la rama ejecutiva haya puesto los ojos por ser en la práctica el programa un cheque en blanco, entonces el único motivo de que no se violen normas es que no hay normas. Esta anarquía maquillada de ley explica la charada del vicepresidente Dick Cheney advirtiendo a los senadores Republicanos de que si no aprueban los 14.000 millones de dólares, el Partido Republicano será visto de nuevo como el partido de Herbert Hoover. Seguramente Cheney, que constantemente desacredita al Congreso y defiende extravagantes privilegios del ejecutivo, sabía que la Casa Blanca consideraba irrelevante el consentimiento del Congreso.
Pruebas de que la casualidad en el cumplimiento de la legalidad es inherente al gran gobierno se pueden encontrar en la nueva biografía de H.W. Brands, "Un traidor para su clase: la privilegiada vida y presidencia radical de Franklin Delano Roosevelt”. Roosevelt se convirtió en presidente el sábado, 4 de marzo de 1933. Los bancos estaban cerrados ese día y el siguiente, evitando temporalmente que los titulares cerraran sus cuentas presa del pánico. A la 1 de la mañana del lunes, Roosevelt ordenaba que todos los bancos cerrasen durante cuatro días, esperando que la fiebre cediera. Su acto pudo haber sido prudente. ¿Pero fue legal? Brands escribe:
“Él citó una sección de la Ley de Comercio con el Enemigo de 1917 como excusa. Dicha ley nunca había sido derogada formalmente, pero una parte importante de la teoría legal consideraba que la ley, junto al resto de la legislación para tiempos de guerra, había expirado con la firma del tratado de paz con Alemania en 1921”.
Roosevelt había pedido la opinión de su aún por confirmar fiscal general, el Senador de Montana Thomas Walsh, que dio la respuesta que Roosevelt quería escuchar. Walsh nunca tuvo que defender esto: falleció el 2 de marzo camino a la ceremonia de investidura.
La expansión de las competencias del gobierno entraña un poder ejecutivo cada vez más hinchado y la progresiva ampliación de la contención ejecutiva. Esto se traduce inevitablemente en el eclipse del Congreso y la atenuación del Estado de Derecho.
Durante décadas, las exigencias de guerras calientes y frías, y la postura relajada del estado regulador, han agrandado el poder ejecutivo a expensas del legislativo. Durante ocho años, los "presidencialistas" de la administración Bush se han valido agresivamente del concepto de "ejecutivo unitario" — la teoría de que donde la Constitución confiere el poder al ejecutivo, en especial el poder en asuntos exteriores y guerra, el presidente es inmune a la limitación legislativa de su autonomía.
La administración, sin embargo, no ha confinado su exaltación del poder ejecutivo a los temas de seguridad nacional. Según el ex Representante Mickey Edwards en su libro "Saneando el conservadurismo," el presidente ha añadido "decretos ejecutivos" que señalan 1.100 disposiciones a leyes nuevas — más distinciones que las anotadas por todos los predecesores en la presidencia juntos — pero no contempló vincularlas a él ni a ningún otro funcionario del poder ejecutivo.
Aún así, gran parte de la ferocidad ejecutiva de la administración se ha limitado a la seguridad nacional, donde el argumento a favor de hacer considerables excepciones, aunque no tan contundentes como supone la administración, es al menos constitucionalmente discutible. Con el rescate de General Motors y Chrysler, sin embargo, los excesos del ejecutivo se extienden a la esencia de la política nacional — el gasto — y hacen mofa de un principio constitucional, la separación de poderes.
La mayoría de los miembros de la Cámara y el Senado quiere que General Motors y Chrysler obtengan su dinero, de manera que estarán encantados de que la administración se haya pasado por el forro la dignidad institucional del Congreso. La historia, sin embargo, nos enseña que es difícil que el Congreso dé su espinazo a torcer intermitentemente.
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