Fin de la era de la revolución
La sustitución, ahora ya externa, de Fidel Castro por su hermano Raúl, clausura la era de la revolución en América Latina: esto que se ha dicho hasta la saciedad, no es del todo cierto, pero lo es en gran medida. En realidad, la época y la idea de la revolución en América Latina pasó a la historia hace tiempo, aunque aparezcan balbuceos bolivarianos, zapatistas e indigenistas aquí y allá.
En cambio, si el reemplazo de Fidel Castro no cierra un capítulo ya concluido, su advenimiento hace casi medio siglo indudablemente lo abrió. Quizás la gran paradoja de la influencia de Fidel Castro en América Latina y en particular en el seno de la izquierda latinoamericana fue que renovó y refrescó a esa anquilosada izquierda, para luego volverla obsoleta.
En efecto, a finales de la década de los 50 la idea de revolución (socialista, comunista, permanente, o incluso nacional) había desaparecido del firmamento progresista latinoamericano. Los partidos comunistas fundados casi todos en los años 20 se habían incorporado, haciendo gala de oportunismo, al establishment hemisférico. En Uruguay, en Chile, en Brasil, en Cuba y hasta en Colombia, los famosos mamertos pasaron a formar parte de las élites políticas, sindicales e intelectuales de sus respectivos países. Nada más ajeno a ellos que subvertir y transformar el orden existente de las cosas. La izquierda populista –peronista, getulista, pri-cardenista, aprista– o había sido marginada del poder o se había enfrascado en sus contradicciones internas insalvables: corrupción, represión, nacionalismo retórico y conciliación vergonzante. Y la izquierda radical simplemente no existía.
En este paisaje desolado irrumpe el Movimiento Revolucionario el 26 de Julio y su jefe. Tanto por la táctica –lucha armada versus contienda electoral, campo versus ciudad– como por la estrategia –revolución socialista versus reformismo nacional-popular– y la teoría –marxismo ortodoxo versus teoría de la dependencia avant la lettre— la revolución cubana no fue, como lo preguntó genialmente Régis Debray ¿una revolución en la revolución? sino una revolución en la izquierda.
Fidel y Raúl Castro, el Che Guevara y Manuel Piñeiro se dedicaron durante los siguientes 30 años a promover y poner en práctica esta idea táctica, estratégica y teórica de la revolución en toda América Latina, e incluso en partes de Africa. Con la excepción sin embargo de la victoria sandinista en Nicaragua en 1979, y el triunfo del MPLA en Angola a mediados de los 80, el intento fracasó por completo. Incluso en Nicaragua prosperó sólo unos años y a un costo exorbitante para el país, en parte determinado, por supuesto, por la hostilidad de Estados Unidos.
El problema fue doble: durante los años 60 y 70, el vicio fue de diagnóstico, de táctica, y de estrategia. El resto de América Latina no correspondía a la visión que de Cuba tenían los castristas (no necesariamente cierta, por lo demás), ni era factible la lucha armada generalizada, ni estaba en la orden del día la revolución socialista en todas partes. De ahí la muerte del Che, pero también de Luis de la Puente, de Camilo Torres, de Carlos Fonseca, de Carlos Marighela, de Miguel Enríquez, de Jorge Massetti, etc.
Ya a partir de los años 80 el asunto se tornó más complicado. El socialismo dejó de ser vendible en el mundo entero, y por tanto en América Latina. Los signos de descomposición afloraron en China y en Polonia, y a partir de 1985 en todo el bloque socialista, culminando en 1989 con la caída del Muro de Berlín.
La izquierda latinoamericana que seguía siendo adepta de la revolución cubana, aunque ya no lo fuera de su táctica y su estrategia, continuaba siéndolo de su teoría derrotada y de su proyecto fracasado. Así, el proyecto se hallaba ya profundamente desacreditado en la región, y por tanto la influencia cubana resultó ser tan perniciosa y contraproducente en materia del proyecto como en lo fue en la táctica y en la estrategia en los decenios anteriores.
La izquierda latinoamericana pagó muy caro el soplo o vendaval de aire fresco que le proporcionó la revolución cubana. Solo las izquierdas que en lo hechos y de preferencia también en el discurso se han alejado del proyecto cubano han prosperado. Y a la inversa, las que han permanecido fieles al esquema completo a lo largo de los últimos 45 años han padecido los estragos de su lealtad.
El balance de Cuba como modelo es entonces ambivalente pero muy sesgado hacia el fracaso: a pesar de las innumerables vidas que costó la lucha armada en América Latina; a pesar del enorme subsidio soviético a la isla durante más de un cuarto de siglo; a pesar de la exaltación por incontables adeptos de la revolución cubana en América Latina y en el mundo entero, los resultados son magros. Su logro más importante –la conquista de una dignidad nacional antes ausente, debido al estatuto semicolonial de la isla– aun suponiendo que el cuarto de siglo bajo la férula soviética no lo haya mermado, era –y sigue siendo– por definición inextensible al resto de la región.
Ningún país padeció los estragos de un sometimiento tan extremo a Estados Unidos, y los grandes países del hemisferio habían superado ese déficit de identidad nacional con muchos decenios de anterioridad. Por tanto se podría uno atrever a afirmar que la izquierda latinoamericana no rebasará la disyuntiva actual de administrar el estatus quo o de instalarse en la estridencia retórica petrolera mientras no se destete de La Habana.
Ahora bien, ¿qué posibilidades existen de que esto suceda, ya dejado atrás el Caudillo del Caribe? Es difícil saberlo. Las complicidades, las amistades, las deudas en el buen y mal sentido de la palabra, la atracción sempiterna del nacionalismo antiamericano en buena parte del hemisferio, los petrodólares de Hugo Chávez, la enorme impopularidad de la administración anterior en Washington en el mundo y en la región, son todos ellos factores que abogan en contra de ese destete. La lista de amigos y amigas del desplazado Fidel Castro es interminable, desde los más distinguidos como García Márquez y Saramago, hasta los más acaudalados como Ted Turner o carismáticos como Oliver Stone, pasando por Nadine Gordimer y Nelson Mandela del otro lado del mundo, pero incluyendo también personajes locales de menor universalidad pero no por ello menos influyentes, como los periodistas Julio Scherer, Miguel Bonasso, Joaquín López Doriga, los políticos populistas de antes y de hoy como Evo Morales, Daniel Ortega y Ollanta Humala, los escritores menores como Mario Benedetti y Paco Ignacio Taibo II, y genios mayores y nonagenarios como Oscar Niemeyer.
No va a ser fácil que una izquierda latinoamericana aún obnubilada por personajes emblemáticos, íconos y fantasías pueda fácilmente desprenderse de su pasado, sobre todo si el régimen cubano perdura, por lo menos algunos años, ya bajo la conducción de Raúl Castro y la siguiente generación.
Lo más probable es que el aggiornamento definitivo y completo de la izquierda latinoamericana sólo sucederá, al igual que en Europa, cuando se produzcan dos acontecimientos: en primer lugar, la apertura de archivos, memorias, videos, secretos y vergüenzas, y se sepa de todas las relaciones inconfesables que existieron entre diversos sectores de las élites latinoamericanas con La Habana a lo largo de casi medio siglo. Y en segundo lugar, cuando se pueda hacer un verdadero balance, transparente y objetivo, de los logros y fracasos internos de la revolución cubana: educación, salud, vivienda, racismo, desigualdad, pobreza.
Sólo cuando podamos medir los avances y retrocesos cubanos, en estos rubros, con el mismo rasero y la misma transparencia con la que se miran en el resto de América Latina, sabremos realmente qué pasó. Antes será difícil que se desvanezca la nostalgia y se borre el recuerdo del asalto al cielo que no fue.
- 23 de julio, 2015
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