Siemens levanta el telón
Siemens, la compañía alemana con sucursales en todo el orbe hizo en Washington, a través de su filial norteamericana, unas revelaciones relacionadas con Venezuela y otros países que no asombraron ni causaron asombro en la capital de Estados Unidos porque ya se han vuelto rutinarias. Dijo el gerente de la sucursal yanqui de Siemens que esa compañía pagó “comisiones” o “coimas” o “mordidas”, en el idioma Esperanto que ya ha desarrollado la corrupción, a funcionarios de nuestro país entre 2001 y 2007.
A nadie en Venezuela le resulta extraño ese hecho. Aquí las comisiones o coimas o mordidas son habituales y si dijésemos que además son casi obligadas en todo contrato con el Estado o con sus empresas o dependencias, no se faltaría a la verdad. Con civiles o con militares, con la izquierda o con la derecha, con patriotas o con entreguistas en el poder, tenemos en Venezuela un “standard” de inmoralidad en el poder que rebasa todos los antecedentes conocidos en la historia. Se ha llegado al máximo, a la “Suma Teológica” de la corrupción. La única diferencia entre las cláusulas normales o corrientes de un convenio o transacción con el Estado y las cláusulas clandestinas del mismo es que éstas se mantienen reservadas y aquellas son objeto de divulgación. Y esa diferencia va desapareciendo en la medida en que se generaliza la inmoralidad. Cada funcionario venezolano, de la Nación o de cualquiera de los Estados o Municipios que componen nuestra Unión Federal, sabe que en el contrato que con toda solemnidad llega a suscribirse hay una espléndida “mordida”. Algunos órganos de nuestra prensa, haciendo leña de ese árbol caído todos los días dicen que son nuestros principios republicanos, acusan al Gobierno bolivariano como responsables de este desaguisado que deja mal librada nuestra reputación en la capital del imperio más poderoso de todos los tiempos. Lágrimas de cocodrilo porque la corrupción es el mal más arraigado, añoso e inveterado de nuestra vida pública. Ya en 1810, cuando Venezuela era apenas una provincia pobre y primitiva del imperio decadente de los Borbones de España, los próceres que eran medio cándidos prometían colgar a los “depredadores del Tesoro”. Desde entonces han pasado ciento noventa y ocho años y aún las sogas no han sentido el peso de cuerpo alguno balanceándose de ellas. En nuestra nación van a la cárcel los ladrones que no tienen influencia política, los desamparados que carecen de amigos que susurren una recomendación al oído de un magistrado o los “condenados de la tierra” que parecen haber nacido para recibir la patada del desprecio. Los demás, es decir, todos nosotros, jamás pisamos una cárcel como no sea en calidad de preso político que es una categoría especial de privilegiados. Yo mismo estuve ocho años en las cárceles de Venezuela y no pongo esa circunstancia en mi “currículum vitae” por descuido, pero si quisiera hacerlo, me aplaudiría, desde el fondo de los siglos, una tradición que se remonta a los Libertadores. La corrupción se ha ido arraigando en el país y creciendo mientras las campañas contra ella se vienen haciendo más ruidosas e insistentes. Hay dos filas que avanzan en nuestra vida pública, la que forman los corruptos cada vez más numerosos y la que forman quienes los denuncian casi por deber profesional. Entre más corruptos tenemos y, desde 1973 hasta hoy cada boom petrolero empuja la corrupción a niveles astronómicos, más denunciantes encuentra la corrupción. Y más ostensible es la impunidad. ¿Cómo es que en el país de las denuncias, donde la ocupación predilecta de los tunantes es denunciar a los corruptos, crece, sin embargo, tanto la corrupción como paja jugosa cuando llegan las lluvias? No es difícil encontrar una respuesta a tan contradictorias realidades. La sociedad venezolana fue siempre hipócrita. O mejor, las clases dirigentes de nuestra sociedad adoptaron la hipocresía o tiñeron de hipocresía su vida toda para esconder el carácter rapaz de su dominación. Los grandes “cacaos” de la colonia, que en pocos años pasaban de tenderos “ultramarinos”, como se decía entonces a los grandes potentados, necesitaban disimular ese súbito engrandecimiento. Apelaron a la hipocresía. Haciéndose o simulando ser volterianos o rousseaunianos reconciliaron su conciencia con sus realidades. Fue Venezuela el único lugar del imperio español donde los “grandes cacaos”, en sus haciendas de Barlovento, ponían a un esclavo a leerles “Emilio” o “La Nueva Eloísa” mientras ellos se aliviaban el calor moviendo un abanico de plumas auténticas de avestruz de Suráfrica y bebían coñac añejado. La hipocresía, a la cual apelan todos los demagogos que desfilan por el poder, es consecuencia de tan peregrina manera de proceder. Para Venezuela la hipocresía ha tenido varias derivaciones históricas. La primera es la corrupción. Aquí el que va llegando arrea todos los mautes para su hato. Como la hipocresía apareja, es una de sus consecuencias más visibles, el entronizarse de los caudillos poco escrupulosos en el ejercicio del poder, la vida pública tiene una inestabilidad inevitable. Caudillos significa lo provisional, el desorden y, a la postre, el atraso. La inestabilidad venezolana es la única responsable del fracaso de la Venezuela contemporánea como nación. Nuestra República ha recibido desde 1973 hasta hoy, como fruto de sucesivos auges petroleros, más ingresos que toda Europa con el Plan Marshall, hemos manejado más dólares que Estados prósperos, como Texas o California de la Federación norteamericana y, sin embargo, somos un emirato petrolero de segunda. La corrupción hace que nuestros oligarcas sean demagogos y la demagogia burguesa condena al país a una crónica inestabilidad. Aparecen a ratos los Boves como castigo. “El Nacional” señala al régimen bolivariano como responsable de la inmoralidad que llevó a la Siemens a confesar sus sobornos en Venezuela. El régimen bolivariano es una sucia caja de degradación e inmoralidad. Pero, ¿acaso Chávez y su combo de depredadores cayeron del cielo?
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