El retorno del fascismo económico
Hace casi dos años, Jose Ignacio del Castillo diseccionaba en esta página las auténticas características del "fascismo", en un ejercicio de rigor intelectual muy oportuno para acotar con precisión el significado de una palabra que se ha convertido en anatema. Durante largos lustros las corrientes de pensamiento dominantes corrieron un tupido velo para soslayar que, en esencia, las políticas económicas fascistas guardaban extraordinarias semejanzas con los planes desarrollados por los gobiernos "progresistas" del presidente Roosevelt (New Deal) y los gobiernos socialdemócratas europeos de la posguerra. Reconocer esas similitudes situaría en una incómoda posición a una retórica habitual entre los socialistas de izquierda, que asimila capitalismo a fascismo sin ningún rubor.
De acuerdo a esa sistematización, un modelo económico fascista contaría con una producción y distribución de bienes planificada a través de la integración en federaciones sectoriales de productores y sindicatos de trabajadores, aunque nominalmente se mantendría la propiedad privada de los medios de producción. Un gobierno fascista recurriría a la inflación para financiar un ingente gasto público, a través de los déficit y una política monetaria expansiva y garantizar de esta manera, supuestamente, el pleno empleo. Se emprenderían políticas sociales de amplio alcance: educación, cultura y deporte públicos, fijación de salarios no referidos a la productividad, seguros sociales, etc. Y, finalmente, el sistema aspiraría a la autarquía, de suerte que el comercio internacional entre particulares dejaría paso a un militarismo expansionista para la obtención de recursos no disponibles en el interior; a una política de sustitución de importaciones o, en su defecto, de trueque, llevado a cabo directamente a nivel intergubernamental.
Pues bien, salvo el último –sin subestimar la influencia que pueden llegar a tener las ideas antiglobalizadoras durante esta depresión en ciernes– el resto de esos postulados se encuentran bastante desarrollados. Va a resultar que después del derrumbe del gigantesco gulag soviético, el fracaso inexorable de las medidas intervencionistas del Estado del bienestar da paso a las regulaciones más compulsivas de los regímenes fascistas, gracias a una casta de políticos y economistas irresponsables.
Si en lo político vemos como se despliega meticulosamente la estrategia posmoderna, los "planes de rescate" de la banca y de incremento del gasto público, acudiendo, de momento, al endeudamiento público más desbocado, albergan asombrosos paralelismos, salvadas las distancias, con las "soluciones" nazi/fascistas a la crisis del 29 del siglo pasado.
Ya Mises y Hayek enunciaron la cuestión clave: el fascismo no es sino una subespecie del socialismo. A pesar de la rivalidad entre los diversos partidos socialistas, todos coinciden en el último objetivo de sustituir la economía libre de mercado por el control totalitario del Estado. Por supuesto que los medios propuestos difieren en el grado de implacabilidad y consistencia con el que se quiere ejecutar el plan. Pero, como resumiera Mises en el prefacio de la segunda edición en alemán de Socialismo, el objetivo es que "los individuos dejan de decidir, comprando o dejando de comprar, lo que se va a producir y en qué cantidad y calidad. De ahora en adelante, el plan de excepción del Gobierno establecerá estas cuestiones. El cuidado paternal del 'Estado del bienestar' rebajará a las personas al estado de trabajadores fijos, obligados a cumplir las órdenes de la autoridad planificadora sin cuestionar nada".
Además de presentar análisis profundos sobre las particulares circunstancias actuales, conviene insistir en esta disyuntiva en estos convulsos tiempos que nos ha tocado vivir. Ahora que los cantos de sirena estatistas quieren presentar por enésima vez la tercera vía para salir de una crisis a la que nos han abocado largos años de intervencionismo y de expansión monetaria, no serán suficientes las voces que responsabilicen de la depresión que se nos viene encima a las baterías de medidas impulsadas por los principales gobiernos del mundo.
Es cierto, como ha recordado Jose María Marco recientemente, que "la libertad económica ha sido rara en la historia de la humanidad y siempre, desde que existe, se le han buscado recambios". Esa constatación debe servir para redoblar los esfuerzos para defenderla por su propio mérito y como parte indisociable de la libertad de los seres humanos. Aun con todo, para evitar el desastre debe informarse al gran público de quiénes se benefician de los recortes de la libertad. Al mismo tiempo, las etiquetas adormecedoras que reparte la propaganda del nuevo movimiento neosocialista quedarán descubiertas como máscaras grotescas de un baile de disfraces.
De ahí la importancia de desenmascarar a los impostores, a los que se pliegan a su papel de gerentes de corporaciones afines al Gobierno y a los administradores de bancos que medran con las decisiones discrecionales del poder político, en lugar de centrarse en su imprescindible función de mediación financiera. No es por casualidad que muchas de las coartadas intelectuales de este exacerbado intervencionismo procedan de medios de comunicación privilegiados por el Gobierno.
Se ha llegado muy lejos en las falacias contra el liberalismo y el libre mercado. Prebostes políticos que han contribuido durante largos periodos a laminar su funcionamiento, se permiten responsabilizar de todos los males presentes a un inexistente libre mercado. Como si este estado de cosas no fuera consecuencia de las interferencias coactivas en las decisiones de millones de individuos. En el clímax del dislate, y dentro de lo que parece la contribución cañí a un programa de largo alcance, los iluminados locales proponen implantar en el mundo un corporativismo culminado por un Gobierno único mundial.
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