La revolución y el romerillo
Ya medio siglo –que se dice pronto– de aquel malhadado 1 de enero en que el general Fulgencio Batista salió zancajando, abandonado primero por los americanos y luego por su propia tropa, y bajó de la loma con la edad del Cristo el archipámpano redentor del pueblo cubano y de todos los pueblos conocidos y por conocer. Sólo que tras esta escarnecedora temporada, al hacer el recuento a uno le viene a la mente el cuento de Alvarez Guedes sobre el romerillo.
Era un Fulano persuadido de que esa planta constituía la panacea, algo mejor que el maná, el curalotodo por excelencia y lo recomendaba a diestra y siniestra. Un día encuentra a un Mengano enfermo desahuciado y le dice: –Chico, lo tuyo no es nada, se cura con romerillo. Y vengan tisanas frías de romerillo en ayunas y romerillo en ensalada al mediodía y sopas calientes de romerillo al acostarse y romerillo machacado en el adobo del bistec. Y Mengano a desmejorarse a ojos vistas. Y Fulano: –Oye, ¿tú estás siguiendo el plan? A ver si hay que doblarte la dosis. Y venga romerilllo mañana, tarde y noche e incluso un par de cucharadas de jarabe de romerillo de madrugada. Hasta que Mengano se consumió del todo y se largó al otro barrio. Y Fulano, que no daba crédito a sus ojos: –¡Pero entonces el romerillo es una mierda!
La rebelión castrista, recibida con entusiasmo en la isla y con admiración universal, ha resultado un fiasco mayúsculo para criollos y extranjeros pues quien venía a devolver las libertades conculcadas por el dictador Batista no sólo no las ha devuelto cincuenta años después, a pesar de que eran unas poquitas, por ratos censura de prensa y prohibición de manifestaciones públicas, sino que las muchas que se disfrutaban las abolió. Y hoy por hoy los cubanos no gozan ninguna de las proclamadas en la Declaración Universal de Derechos Humanos y si alguien tiene la ocurrencia de recordarlas es reprimido con brutalidad. ¿Pues entonces de qué tipo es la revolución cubana?
Los barbuses que llegaron de la loma cubiertos de escapularios, rosarios y medallitas no tardaron en implantar a la cañona un comunismo cuartelario que extirpó hasta las manifestaciones religiosas mínimas y cualquier práctica democrática. En la cultura ni hablar, acabaron. Y la población negra, a la que por supuesto había que rescatar de la humillación y la esclavitud, para lo que sirvió fue de carne de cañón en las campañas africanas y hoy para repletar las cárceles, sin haber estado jamás representada numérica y meritoriamente en los escalones de poder. Mientras en los Estados Unidos, donde decía Castro que a los negros les echaban los perros y no les tocaba ''ningún per capita moral'', hoy se ha elegido a un presidente negro. ¿Entonces qué clase de revolución es esa?
A diez lustros de apoderarse de la infeliz isla la pandilla comuñanga para exprimirla sin misericordia, la pobre ha pasado de ser la azucarera del mundo a una plantación de pacotilla que produce menos dulce que un siglo atrás. Y de poseer una res por cabeza ciudadana a una cabeza –los tarros incluidos por supuesto–, o un rabo, o en el mejor de los casos un costillar, de res por ciudadano. Y cada cubano el día entero de la Ceca a la Meca con la jaba bajo el brazo a ver si consigue algo para poner en la mesa hoy. Sin que de nada hayan servido los generosísimos préstamos tipo ''apúntalo en el hielo'' de la Unión Soviética –pues ayudaron a quebrarla al ser varias veces mayores que los dados por los Estados Unidos a media Europa con el Plan Marshall– ni los más recientes de Hugo Chávez. ¡Porque sigue debiéndoles a las once mil vírgenes! Vale la pena preguntar, pues, a estas alturas, ¿cuál es el calificativo que merece el progreso revolucionario?
Después de cinco decenios de fuerza telúrica fidelista, si se hurga en los dos blasones paradigmáticos de la revolución, la salud y el deporte, los altaritos se van al diablo. Esa tasa ridículamente baja de fallecidos por nacidos vivos se logra abortando cualquier parto del que se sospeche la menor imperfección –y jugando con los números, ''discreción azucarera'', por ejemplo, ''no hay que dar armas al enemigo'', etc. Mientras las medallas de oro que se anuncian para el año que viene no pueden ser disputadas por atletas que, se teme por un infinitesimal indicio, decidirán quedarse en el extranjero. Y volvemos a lo mismo: ¿ha valido la pena, o la valdrá en algún momento, la revolución?
Tras la experiencia de media centuria –cinco decenios, diez lustros, cincuenta años, dieciocho mil doscientos cincuenta días, por no contar las jornadas supernumerarias que traen los años bisiestos–, de la única manera que es posible calificar el empeño castrista es en los términos conque el personaje del cuento de Alvarez Guedes definía el romerillo: –¡Pero entonces la revolución es una mierda!
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