La deconstrucción de Castro
Fidel Castro se está deconstruyendo él mismo.
Una figura legendaria poco a poco se despoja del mito, un eterno guerrillero se torna en un abuelo que aconseja, un político hábil se desvía en ocasiones de su discurso, dicta o escribe algunas frases medio incoherentes y deja a quienes aún lo leen con el desencanto de haber sido partícipes de un ejercicio pueril.
Pero cuidado, nada de lo que hace esta figura –que por tantos años provocó recelos, esperanzas y odios– es espontáneo o gratuito. Ni siquiera ahora, cuando asistimos a su ocaso.
Somos cómplices de esa salida de escena de Fidel Castro, que aún puede prolongarse por largo tiempo o interrumpirse en algún momento. El lo sabe y ya tomó una decisión al respecto. Entre el poder y la vida decidió por la última.
Se empeña en resistir, al precio de sacrificarlo todo o casi todo. Una vez más, ha vuelto a sus orígenes. El revolucionario cubano que desde temprano se identificó con Alejandro Magno, un personaje entre la historia y el mito, al que persiguió con un nombre repetido en documentos e hijos, no es más que eso: un hombre aferrado a la vida. Lo demás es un nombre, apenas un ideal, pero jamás un modelo.
Morir joven nunca entró en sus planes. Abandonar el poder tampoco. Pero sabe adaptarse a cualquier circunstancia.
La vida, pese a las vejaciones de la enfermedad, la humillación de la edad y los desengaños del cuerpo vale aún la pena. Sólo es necesario acomodarse a la situación, adaptarse a los tiempos, salvar lo que se pueda.
Lo que vale la pena conservar se resume en aspectos muy concretos. En primer lugar, la continuidad de un proceso. Contribuir a esa continuidad es su tarea principal en estos momentos. Para demostrar que está vivo, el pasado año bastaron algunas fotografías y un buen número de escritos de valor diverso.
Los cubanos saben que está ahí, aunque ya nadie tenga la esperanza de volverlo a ver aparecer en público. Pero esa presencia –en textos que aparecen ocasionalmente, en carteles y fotografías que continúan invadiendo el paisaje de la isla y en las referencias constantes de su hermano, que ahora administra la nación– es necesaria para que todo siga igual o para que lo que cambie no afecte la permanencia del mandato de quienes llegaron al poder hace ya 50 años.
Un mandato que ya puede prescindir de un Fidel Castro que se inmiscuya en todos los aspectos de la vida cotidiana de quienes viven en la isla, pero que aún no puede renunciar a su presencia.
Desde que se conoció la enfermedad que lo obligó a alejarse de la escena pública, Fidel Castro no ha estado ausente ni un momento de un proceso simbólico, de una repetición de las mismas imágenes que se explotaron hasta la saciedad durante decenas y decenas de años. Pero ahora, las fotos de entonces ya no cumplen el mismo papel: intentan ir más allá del pasado y el presente, para alcanzar una permanencia que desafía al futuro. En las palabras y las acciones se ha aceptado lo inevitable del paso del tiempo: de guerrillero a viejo sabio, de estadista a consejero, de lo invulnerable a lo frágil. En las imágenes se desafía lo transitorio: eterno, indestructible, sólido. Sobre todo, no dar pie a la posibilidad de una derrota.
En esa batalla, no de ideas sino de imágenes, La Habana siempre le ha ganado la partida a Miami. Reconocerlo no es demostrar fervor por el estado de la isla, tampoco una muestra de simpatía. Es simplemente decir la verdad.
Jugar a la carta del pasado ha definido por muchos años la única estrategia visible del exilio. Desde ese punto de vista, se entiende la incapacidad para entender lo que ocurre en Cuba. El célebre slogan ''No Castro, no problem'' ha resultado ser mucho más que una calcomanía llamativa para colocar en el maletero del automóvil. Resume una forma de pensar caduca, un círculo vicioso.
Contrario a las apariencias, desde una perspectiva completamente opuesta al pensamiento chato de muchos aquí en Miami, el análisis del estancamiento actual de la situación en la isla debe partir de encontrar los verdaderos vectores de freno a la evolución del proceso cubano: Raúl Castro es uno de ellos. No sólo es Fidel quien frena a su hermano menor, el que ha impedido el avance de reformas y cambios. Es también el general de ejército el que aún no se siente seguro en la guayabera de la presidencia. Y la explicación es bien sencilla: falta de imaginación. La clásica distinción entre el creador y el traductor. Donde uno no se detiene, el otro duda. Esa carencia de imaginación de Raúl Castro, y esa falta de osadía, características escondidas bajo una apariencia de hombre práctico y administrador eficiente, son las que se han puesto de manifiesto durante el año recién concluido, de una forma que ya debe resultar alarmante para el círculo cerrado del poder central en la isla, que por otra parte se encuentra incapacitado –o es igualmente pusilánime, para emplear un lenguaje más fuerte– a la hora de tomar la iniciativa.
Del discurso monótono, pronunciado por el actual mandatario durante la clausura del acto de celebración por el 50 aniversario de la revolución, sólo se destaca un aspecto. Raúl retoma la advertencia de Fidel Castro, de que el proceso puede ser destruido por quienes lo dirigen. Pero ahora no sólo hay desconfianza sino también alarma. Y esta alarma tiene nombre: Barack Obama.
La cuestión clave que enfrenta La Habana este año es la posibilidad de una negociación con Washington. Y en este proceso Fidel Castro será el protagonista indiscutible. Paradoja que en el ocaso de su vida tenga que enfrentar un problema de tal envergadura. ¿Con cuánto tiempo cree él contar para lograr sus objetivos? Ya debe haber decidido si lo hace a partir de una crisis o de un proceso paulatino. Y todo apunta a que tras un tanteo inicial vendrá una crisis, si Washington no se apresura en una respuesta.
- 23 de enero, 2009
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