La pandemia de los acuerdos preferenciales
Los gobiernos han hallado un instrumento idóneo para planificar a su gusto el comercio internacional con la excusa de que las interminables rondas multilaterales del GATT-OMC no son eficaces para abrir los mercados. Se trata de los acuerdos preferenciales (PTAs, en inglés), generalmente bilaterales. Su proliferación se ha intensificado desde la década de los noventa.
Por definición, los PTAs discriminan a otros países. Con ellos los Estados crean una suerte de "clubes privados" de intercambio comercial, con beneficios y obligaciones reservados a sus miembros exclusivos. Invocan el libre comercio, pero no son más que puro diseño estatal de por dónde y de qué manera deben transcurrir los movimientos comerciales y de inversión de sus respectivos nacionales, en perjuicio de quienes no son parte de dichos acuerdos. Conducen a la fragmentación de los mercados y distorsionan el comercio mundial. Los responsables políticos tienen incluso la caradura de llamarlos acuerdos de libre comercio (FTAs, en inglés).
Con estas intromisiones se produce, entre otros efectos, lo que el economista Jacob Viner llamó desviación comercial (1950) en virtud de la cual un proveedor exterior eficiente puede ser (y generalmente es) sustituido por otro menos eficiente debido a las preferencias políticas otorgadas a este último.
Teniendo en cuenta que el 90% del comercial internacional es llevado a cabo por el 30% de los países de la OMC, no sorprende que los más activos patrocinadores de esta nueva forma de proteccionismo camuflado sean los gobiernos de los Estados Unidos, la Unión Europea, Japón y los BRIC (aquellos que más pueden perder en una negociación multilateral y los que cuentan a sus espaldas con intereses y grupos de presión más poderosos). No obstante cada país y cada bloque comercial tienen su particular batería de PTAs. Actualmente se estima que más de la mitad del tráfico del comercio mundial se realiza en régimen preferencial.
Cada PTA está constituido por una maraña de interminables cláusulas farragosas que no sólo condicionan el comercio transfronterizo, sino que protegen industrias locales o productos "sensibles" (léase "políticamente sensibles"). Asimismo hay exclusiones para numerosos productos, especialmente los agrarios. Estos acuerdos se van renovando cada cierto número de años. De esta forma los burócratas complican considerablemente el entorno comercial creando una extensa madeja de reglas, normas técnicas, certificados de origen, estándares laborales, de patentes y medioambientales que sufren estoicamente miles de empresas en sus operaciones diarias de importación/exportación. La complejidad administrativa no crea riqueza alguna (más bien incrementa los costes de transacción) pero da poder a funcionarios y consultores que creen que el comercio es un juego de suma cero.
Con el total de los PTAs vigentes (en torno a unos 400) se está formando en el comercio actual una malla de relaciones preferenciales a modo de "tazón de espaguetis" que están erosionando, cual termitas, los fundamentos del comercio internacional no discriminatorio que se pretendió con la creación del GATT, tal y como nos lo recuerda Jagdish Baghwati. Irónicamente esta vía ya se contemplaba en el propio tratado fundacional con su evasivo artículo 24. No debemos extrañarnos; el GATT, luego transformado en OMC (1995), es una organización de representantes estatales y, por tanto, contrarios todos ellos a cualquier orden espontáneo de carácter evolutivo y proclives a crear más problemas que soluciones prácticas.
Como alternativa menos mala a los PTAs bilaterales, se nos dice, están los acuerdos regionales que tienden a la integración económica de áreas cada vez mayores: las zonas de libre comercio (NAFTA; CAFTA, ASEAN etc.) y, si incorporan una tarifa externa común, las uniones aduaneras (UE, MERCOSUR, etc.) pero no dejan de ser meros acuerdos o áreas preferenciales (esta vez multiestatales) que excluyen los intercambios libres con terceros.
Está claro que mediante los PTAs los gobernantes de cada país, faltos de la información necesaria para atender las verdaderas preferencias de los miles de millones de consumidores repartidos por el orbe, dirigen arrogantemente los flujos comerciales hacia sus propias preferencias y las de sus cabilderos para impedir que la vivificante competencia extranjera se introduzca libremente en cada "corral nacional".
El libre comercio no precisa de tratados; todo lo que requiere es remover (unilateral o multilateralmente) las barreras artificiales al comercio. El propósito del librecambismo no es mantener puestos de trabajos sino aumentar la división internacional del trabajo, amén de generar riqueza y bienestar humano allá donde se despliega. Tan sencillo y tan grandioso como eso.
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