Viejos males, viejos y equivocados remedios
No hay crisis que no saque a Keynes a pasear. No hay crisis que no ponga la obra pública en el primer lugar de las soluciones mágicas que los políticos muestran con arrogancia. Tiene lógica, los gobernantes piensan en términos electorales y un voto es un ciudadano contento, pero sobre todo ignorante. Si la crisis, la misma que han generado los que ahora pretenden solucionarla, produce paro, entonces se crean puestos de trabajo por decreto, ya sea en forma de funcionarios, o ayudando a empresas "estratégicas" y amigas, o diseñando estupendos y megalómanos proyectos que seguramente serán la envidia de otros fervorosos intervencionistas. Y todo con el dinero arrebatado al ciudadano, al ignorante contribuyente que podría, con más efectivo en el bolsillo, capear mejor el temporal.
Las obras públicas nacen ajenas al mercado, su utilidad a largo plazo es dudosa y su capacidad para generar beneficios, escasa. Por poner un ejemplo, durante 2007 las empresas públicas de la Generalitat valenciana tuvieron unos ingresos que ascendieron a 936,30 millones de euros, mientras que sus gastos supusieron 1.760,19 millones, por lo que las pérdidas fueron de 823,89 millones. Si hacemos el esfuerzo de obviar que muchos de esos ingresos provienen directamente de partidas presupuestarias que el Gobierno valenciano adjudica, está claro que ninguna sociedad privada puede sobrevivir más de un minuto con semejante contabilidad. Un macroproyecto de ocio como la Ciudad de las Artes y las Ciencias tuvo durante ese año unos ingresos de 47,72 millones mientras que sus gastos fueron de 110,48 millones y uno de sus principales edificios, el Palau de les Arts, acumula un sobrecoste de 336% sobre el inicialmente calculado. Los Ferrocarriles de la Generalitat Valenciana, citando ahora un caso más práctico, acumularon unas pérdidas de 89,90 millones y el Gobierno regional se plantea apostar por la gestión privada en algunas de sus líneas con la esperanza de recuperar parte de estas inversiones.
Pero no confundamos gestión privada con privatización. Estas líneas de metro y tranvía nacen de una decisión política y aunque la gestión sea más eficaz, no desaparecerán si las pérdidas se acumulan. De hecho, la ausencia de competencia y la imposibilidad de obtener un precio de mercado hace que la utilidad y la eficacia de estas iniciativas públicas sea imposible de determinar. Resulta indignante que mientras muchos comercios y pymes se ven abocados a bajar los precios de sus mercancías y servicios y reducir sus márgenes para sobrevivir, los precios que dependen de decisiones públicas suben en todos los casos.
Pero a pesar de todo, pocos dudan hoy de la utilidad de estas obras y construcciones. Para muchos, alguien tiene que construir carreteras, aeropuertos, grandes complejos urbanísticos, puertos, centros de producción de energía, líneas de comunicación, grandes proyectos hídricos o centros de ocio y cultura; y qué mejor que el Estado que (aparentemente) todo lo sabe. A la sociedad, al menos a la española, le cuesta mucho creer, porque no pasa de una cuestión de fe, que el mercado es capaz de crear todo eso y más, y que tiene suficientes mecanismos para aprovechar esas oportunidades que nacen de las necesidades de todos y cada uno de nosotros y no de la brillante idea de un político iluminado y que también tiene los mecanismos necesarios para que las malas ideas y las malas empresas desaparezcan y no se perpetúen como les pasa a las "empresas" públicas.
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