Vivir y morir en Palestina
El País, Montevideo
A los israelíes los acusan de tener pocos muertos y heridos en el enfrentamiento con los terroristas de Hamas. Quienes así razonan suelen utilizar las palabras "desproporción" o "asimetría" en un tono indignado. Mientras varios centenares de palestinos árabes han perecido o han resultado lesionados debido a los bombardeos, las bajas israelíes son apenas una docena.
Los críticos de Tel Aviv -entre los que muchas veces se percibe un rancio tufo antisemita- no aclaran si Israel debe aumentar su cuota de cadáveres, o si debe reducir la de los árabes para encontrar una proporción razonable de sangre que satisfaga el curioso prurito equitativo que los embarga. Tampoco precisan el número moralmente aceptable de bajas permitidas para lograr que cese la lluvia de cohetes que desde hace años cae constantemente sobre las cabezas de los civiles israelíes.
Esta demanda de "proporcionalidad" no deja de ser sorprendente. Hasta el surgimiento de este conflicto los libros de historia nacional siempre habían mostrado una gran satisfacción y cierto orgullo chovinista cuando el ejército propio conseguía infligirle al enemigo un alto número de bajas frente al escaso precio pagado por "los nuestros". Israel es el único país del que se espera un comportamiento diferente y, en efecto, lo tiene: no conozco otra nación que avise dónde y cuándo va a bombardear para que los civiles evacuen el territorio. Conducta, por cierto, en la que también actúa asimétricamente, dado que los terroristas de Hamas, siempre empeñados en causar el mayor daño posible, nunca avisan cuándo o dónde van a lanzar sus cohetes contra las poblaciones civiles judías.
Israel, en cambio, no tiene el menor interés en causar víctimas. Todo lo que pretende es frenar los ataques de Hamas de la única manera que está a su alcance: eliminando a los terroristas y destruyendo los arsenales que poseen. No hay otra forma de enfrentarse a estos sujetos. Hamas no es una organización política con la que es factible llegar a acuerdos, sino una banda fanática decidida a erradicar del mapa a Israel, objetivo por el que sus miembros están dispuestos, incluso, a convertir a sus propios hijos en bombas humanas con el objeto de matar a los odiados judíos.
Esta es otra asimetría muy importante. Los judíos construyen refugios bajo tierra en todas las casas cercanas a las fronteras, cierran las escuelas y esconden a los niños ante el menor peligro, viven como una tragedia nacional la muerte de un solo soldado, hacen todo lo posible por rescatar a sus prisioneros y protegen a la población civil de las consecuencias de la guerra. Las autoridades de Gaza, a contrario sensu, borrachas de violencia, disparan al aire irresponsablemente sus ametralladoras para mostrar alegría o tristeza (provocando numerosos heridos), no vacilan en montar sus cuarteles u ocultar sus armas en escuelas, mezquitas y hospitales, utilizan escudos humanos para protegerse, recurren a terroristas suicidas y premian con dinero a las familias de estos "mártires".
¿Por qué esa diferencia? Probablemente, por razones religiosas. La visión de la muerte y del dolor varía entre las diferentes culturas. En el mundo árabe, o por lo menos entre sus segmentos más fanáticos, la guerra contra el infiel es un deber, el martirologio es un honor y una oportunidad para que los varones más agresivos y peleadores puedan ganarse un cielo muy peculiar lleno de sensualidad, vino y hermosas mujeres. De ahí el escaso valor que le conceden a la vida propia o a la ajena. Por eso no ponen el menor empeño en proteger a la sociedad de los rigores de la guerra, ni les importa el dolor que pueden causar cuando un terrorista se inmola dentro de un autobús escolar lleno de niños judíos.
Una semana antes de que Hamas renunciara a la tregua y arreciara los ataques con cohetes contra el Estado judío (la gota final que provocó el estallido del conflicto), me encontraba en Israel invitado a dar una conferencia en la Universidad de Tel Aviv. Como parte de los contactos que organizaron los anfitriones, visité el Wolfson Medical Center para conocer el programa "Salve el corazón de un niño". Quedé muy conmovido. Se trata de una fundación dedicada a operar del corazón a niños muy pobres, la mayor parte de ellos procedentes del mundo árabe. Casualmente, me tocó presenciar el arribo precipitado de una bebita de cinco días de nacida, pequeñita como un grano de arroz, a la que había que intervenir de urgencia para evitar que muriera. La acompañaban su madre, una señora enfundada en una burka negra que sólo dejaba ver sus ojos llorosos, y su marido, un hombrecito rústico, con barba, que miraba sorprendido el trato increíblemente afectuoso con que un grupo de médicos y enfermeras se ocupaba de la pequeña. La familia procedía de Gaza. Desde que estalló la guerra no he hecho más que preguntarme qué fue de todos ellos.
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