Cuba: señoritas a domicilio
Sindical Press –Payo Libre
La Habana – Eran cerca de las 10 de la noche y la oferta casi derribaba la puerta. La voz tenía el tono preciso para la seducción. Conminaba a desterrar la pereza y la duda.
“Buen precio”, pensé encima de la cama con el deseo elevándose en espiral y todavía con la decisión flotando en un mar de imprecisiones.
La lectura del poemario de Walt Whitman comenzó a perder intensidad. El acoso de las tentaciones crecía. A una invitación le seguían otras, y eso era suficiente para que los oídos tomaran el control de la situación. Los versos del genial poeta norteamericano quedaban frente a unos ojos imposibilitados de captar las esencias de la lírica. La atención estaba petrificada en aquella sucesión de atrayentes propuestas.
Pasados 40 segundos me incorporé. Con cuatro pasos me puse en contacto con la billetera guardada en un rincón del armario. Conté el dinero. Retrocedí al baño donde suelo colgar la ropa usada en el día para refrescarla con el aire que entra por una pequeña ventana de cristales corrugados y charnelas carcomidas por la herrumbre.
Miré a mi esposa. Dormía a piernas sueltas enroscada como una concha. “Tú te lo pierdes”, “No te vas arrepentir”. La voz insistía en la oferta reproduciendo mis ansiedades por toparme con las protagonistas que los anuncios dibujaban en mi mente.
Las modulaciones develaban una edad juvenil y obviamente, un sentido muy bien definido del mercadeo. Traté de vestirme lo más rápido posible. Por un momento pensé que mi reacción se estrellaría con el fracaso.
Habían transcurrido 2 minutos y 30 segundos, y los ofrecimientos fueron suplantados por una estrepitosa secuencia de pisadas. El silencio de la noche amplificaba el sonido de la suela de los zapatos estrellándose sobre los peldaños. Llegué a pensar que los movimientos respondían a una huida, pero enseguida recordé la mala costumbre de los muchachos de la azotea, habituados en bajar las escaleras a puro galope.
Ya fuera del apartamento y enfrascado en el cierre de la puerta, noté que los pasos de la presunta fuga, se desvanecían. Recorrían los últimos escalones del primer piso. El proponente se marchaba con una última aseveración: “no lo pienses más, coge tus señoritas”.
Esa noche se consumó el pecado. Fueron cuatro a dos pesos cada una. Estaban deliciosas. “Tengo que hacer las ventas a esta hora. La policía me dijo que la próxima vez no sería otra multa. Si me sorprenden voy directo para la prisión por dos años”. El muchacho me explicaba con el convencimiento de persistir en su labor a pesar del riesgo.
“Yo lo que hago es revenderlas. Por cada una me busca un peso”, me dijo en un tono que denotaba cierta satisfacción.
De regreso a la casa, probé uno de los dulces. Efectivamente estaban frescos. Tenía el postre asegurado para el día siguiente, gracias a aquel vendedor a domicilio.
Aunque haya resistencia, al final caemos en las redes del mercado negro. La necesidad produce olas y sobre las transgresiones a la legalidad es posible restarle dramatismo al naufragio. Así es la vida en Cuba. Socialmente incorregible, anárquica.
No son solamente las señoritas, también hay carne de res, utensilios de limpieza, pan caliente y un sinfín de productos. Todo más barato y con posibilidad de lograr alguna que otra rebaja.
A partir del recrudecimiento de la persecución policial ha habido un reajuste de este tipo de comercio. Es mejor la noche para los negocios ilícitos.
Los versos de Walt Whitman cedieron a esos seductores pregones que primero asustan, después crean un remolino de seducciones y acto seguido impulsan a perseguir a su autor.
Con ese pecado no hay arrepentimiento que valga. Sobre todo cuando las señoritas son de chocolate.
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