La nueva y gloriosa nación de los Obama
Desde su fundación, Estados Unidos se presentó ante sí mismo y el mundo como "la primera nueva nación", constituida sobre la base de un contrato social en que el estado sólo se justifica si protege los derechos de sus ciudadanos.
En su acción externa, durante gran parte de su historia se comportó como un estado revolucionario, promoviendo la autodeterminación y combatiendo el colonialismo. Su participación en la Segunda Guerra Mundial posibilitó la destrucción del totalitarismo nazi. Durante la Guerra Fría, el contraste con el modelo soviético, asentado en el "gulag" y el terror, hizo que la mayoría blanca de su población sintiera que su país era una brújula para el mundo.
Pero mientras Estados Unidos era el adalid mundial de la democracia liberal, los afro-americanos estaban excluidos de su vida política. Cercenado su derecho al voto con mil artimañas, quedaba neutralizada su capacidad para promover el cambio pacífico.
Esta falla tectónica de la democracia norteamericana convertía en falacia a todo discurso halagüeño sobre su identidad nacional. ¿Era Estados Unidos realmente "la tierra de los libres" proclamada con orgullo por su himno nacional? Para muchos, no. La percepción de la identidad nacional estaba segmentada en dos concepciones opuestas, una positiva y otra negativa.
Es por eso que la ahora primera dama suscitó un escándalo cuando, después del éxito de Barack Obama en las elecciones primarias, declaró: "por primera vez en mi vida adulta estoy orgullosa de mi país".
Es verdad que Michelle Obama encarnaba ya antes el "sueño americano". Proveniente de una familia de clase media baja, su descollante desempeño escolar le permitió obtener su primer título universitario en Princeton y su doctorado en jurisprudencia en Harvard, dos de los más grandes faros académicos y sociales de las elites norteamericanas.
Pero aunque a ella no se le hubieran negado oportunidades, estaba consciente de la inicua injusticia a que habían estado sometidos, históricamente, los negros norteamericanos, y de las abismales desigualdades heredadas. Conjugadas con la persistente y violenta discriminación vigente hasta hoy en muchas ciudades y estados, la Sra. de Obama no podía sentirse orgullosa de su país.
Por cierto, Estados Unidos protagonizaba un doble discurso tan alevoso como el de Thomas Jefferson, su tercer presidente y principal autor de la Declaración de la Independencia. Desde 2000 se tiene la casi certeza científica de algo que fue rumor incluso durante vida del prócer: que en su viudez fue el padre de los hijos de su esclava Sally Hemings, quien a su vez probablemente fuera hija natural del suegro de Jefferson, y por lo tanto media hermana de su difunta esposa. No obstante, en 1814 Jefferson escribió: "La amalgama de blancos con negros produce una degradación que no puede ser consentida inocentemente por nadie que ame a este país y valore la excelencia en el carácter humano".
Michelle Obama no pudo sentirse orgullosa de esa sociedad hipócrita hasta que ésta demostró, frente a sí misma y ante el mundo, que había cambiado. Y en verdad, la inauguración del 44º presidente de los Estados Unidos representa una refundación equiparable a la que tuvo lugar con el desenlace de la Guerra de Secesión. No sorprende entonces que, desde su entusiasmo retórico, Barack Obama haya propuesto "una nueva Declaración de la Independencia". Sería una manera simbólica de sepultar el legado del autor de la primera.
Pero no es esa la única herencia, y el legado que en lo inmediato es más difícil de dejar atrás es el de Bush, al punto de que en su discurso inaugural, el nuevo presidente agradeció al saliente sus servicios al país. Más aún, casi al comenzar dijo "nuestra nación está en guerra contra una red de vastos alcances de violencia y odio", unas palabras que son casi un eco del "eje del mal".
Por cierto, la refundación representada por Obama genera enormes expectativas mundiales que pueden conducir a frustraciones. Resuenan, por ejemplo, las prudentes palabras recientes del sociólogo y ex mandatario brasileño, Fernando Enrique Cardoso: "Mientras Estados Unidos no se dé cuenta que hay que compartir las decisiones y no imponerlas, no tendrá quien lo escuche con simpatía".
En sentido amplio el enunciado es válido, y casi podemos descontar que Obama no cometerá errores como el de la absurda guerra contra Irak de 2003.
El nuevo mandatario intentará recurrir a la diplomacia y a mandatos multilaterales amplios. Evitará excesos condenados casi universalmente: por ejemplo, la tortura de prisioneros sospechosos de vínculos con el terrorismo. La rotunda afirmación, incluida en su discurso inaugural, de que no se violarán principios como atajo para la eficacia, así lo indica.
- 23 de enero, 2009
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