Terapia discursiva
Dudando de que a su editor le gustara el manuscrito de "Los Miserables", Víctor Hugo le envió una nota concisa: “?” Su editor respondió igual de concisamente: “!” Esa fue la respuesta de la nación al discurso de investidura de Barack Obama, aunque — o quizá porque — uno de sus temas, delicadamente insinuado, fue que los estadounidenses no sólo tienen un problema, ellos son un problema.
"Ha llegado el momento", decía enfáticamente", de dejar de lado los actos de inmadurez.” Actos, probablemente, como la indisciplina pandémica que ha dado lugar a una nación de hogares tan endeudados como el gobierno al que los hogares exigen con insistencia más bienes y servicios de los que están dispuestos a pagar. "Seguimos siendo", dijo el presidente, "una nación joven.” Lo cual, incluso si fuera cierto, no sería excusa para el comportamiento infantil. Y no es verdad. Los Estados Unidos, como entidad política, son mayores que Alemania o Italia, entre muchos otros.
Las primeras palabras de Obama — "Estoy aquí hoy sobrecogido por la tarea que nos aguarda" — reprodujeron el primer párrafo del primer discurso inaugural. George Washington, aunque fue elegido de manera unánime por los Electores Presidenciales, confesaba "inquietudes" y adoptaba el tono del sirviente "invitado" a desempeñar deberes agobiantes:
"La magnitud y la dificultad de la empresa a la que la voz de mi país me ha llamado, bastando para despertar el recelo desconfiado hacia las aptitudes entre los más sabios y más expertos de sus ciudadanos, no podían sino desbordar de desánimo a alguien que (habiendo heredado de la naturaleza talentos inferiores y falto de práctica en los deberes de la administración civil) tendría que ser peculiarmente consciente de sus propias deficiencias.”
La presidencia que asombraba a Washington — o eso dice — era la plantilla sobre la que poder dejar cualquier impresión que deseara. Pero debido a su indiscutible superioridad, y a causa de que muchos estadounidenses consideraban el poder ejecutivo una tentación soberana a los abusos monárquicos, Washington, que podría compararse con un rey, era humilde casi histriónicamente.
El primer presidente era el jefe de una rama, no aún la dominante, de un gobierno federal que cabía en unos cuantos edificios del extremo sur del Manhattan agreste o boscoso en su mayor parte. En 1801, Jefferson decía en su discurso que "El cálculo del buen gobierno" no requiere gran cosa — ser "sabio y frugal", "impedir que los hombres se agredan entre sí", "liberarlos por lo demás de regular sus propios destinos ” y "no quitar de la boca al obrero el pan que se ha ganado.” El gobierno federal se había largado a una aldea del Río Potomac, que, aunque poco impresionante, estaba a la altura de las modestas competencias del gobierno federal.
Ahora, sin embargo, el omnipresente gobierno federal desempeña tareas, desde la gestión de la economía hasta inspirar a la ciudadanía, que no se consideraron competencias del gobierno hasta mucho después de 1789. Hoy, cuando muchos estadounidenses parecen anhelar en la presidencia una presencia cuasi-Real del tipo que evitaba Washington, los discursos inaugurales suenan a confianza regia.
La confianza preternatural de Obama está pensada para ser contagiosa. Su presidencia arranca como sesión de psicoterapia para una nación que sufre una crisis de confianza. Pero ni la nación ni el gobierno que la representa con precisión están pensados para el consenso. Y él no podrá achacar al puesto sus frustraciones porque, más que ningún otro de sus predecesores a excepción del primero, el presidente número 44 estrena su cargo con el alcance de sus poderes apenas limitado por la ley, y aún menos por la opinión pública.
El poder sin precedentes de Obama se deriva de los sorprendentes sucesos de los cuatro últimos meses que han vuelto irreconocible la línea que separa el sector público del privado. Ni la opinión pública tan alarmada como está en la actualidad, ni el Congreso tal como está constituido, ni la Constitución como se interpreta actualmente constituyen obstáculo a su potestad ejecutiva hasta la fecha impensable sobre la distribución de grandes porciones de la riqueza de la nación.
Accede al poder justo cuando el retroceso del estado se ha visto súbitamente invertido. La retirada comenzó hace 30 años cumplidos este mayo, cuando Margaret Thatcher se convertía en el primer ministro de Gran Bretaña; se aceleró 20 meses más tarde cuando Ronald Reagan fue investido; y adquirió un punto de acento un año después, cuando las adversas fuerzas del mercado obligaban al Presidente francés Francois Mitterrand a abandonar el socialismo en una nación receptiva a él.
Obama, cuya trompeta nunca toca retirada, exageró la escala de nuestras dificultades con su comparación entre ellas y las que encaró la nación durante el casi agotado invierno de 1776-77. Aún así, la lírica del tradicionalismo cultural con la que finalizó — el apóstol del "cambio del que puedes estar seguro" animando a la nación a creer en los valores "de siempre" — reforzó su temática de responsabilidad, emplazando a la nación a abandonar la inmadurez.
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