La sorpresa inaugural de Obama
Fascinante discurso. Fue tan retóricamente anodino, tan carente de ritmo y cadencia, que casi hay que creer que lo hizo a propósito. Mejor no deslumbrar el primer día. De lo contrario, van a esperar milagros todo el tiempo. |
El rasgo más llamativo de Barack Obama no es su agilidad mental, su talante ni su vasta curiosidad intelectual. Es la ausencia de necesidad. Es Bill Clinton, político diestro, pero sin las ganas de agradar.
Clinton anhela la adulación de uno (la fuente de todos sus problemas), Obama la cogerá pero también puede dejarla. Es asombrosamente autónomo. Da lo que tiene que dar para impulsar sus objetivos, sus programas, sus ambiciones. Pero nada más. No tiene ninguna necesidad.
Lo cual me parece la única forma de justificar la mediocridad de su discurso inaugural. El lenguaje careció de lirismo. El contenido no tuvo ni vertebración ni temática: nada de trayectoria narrativa como el segundo discurso de investidura de Lincoln; no hubo ninguna idea central, como fue el caso (por utilizar un ejemplo menor) con la libertad universal en el segundo discurso de investidura de Bush.
Esto es infrecuente porque Obama es muy capaz de más. Pero decididamente ha dejado atrás al candidato que hacía vibrar a la audiencia y desmayar a los impresionables. Y eso deja al más de un millón de personas en el Mall, aunque agitadamente eufóricas por el momento, desconcertadas y abatidas por el discurso. No les ha dado nada que jalear o gritar, nada que cantar.
El candidato Obama había prometido la luna. En cadencias progresivamente elevadas, describió un mundo echado a perder por Bush, el mundo que un Presidente Obama redimiría — trayendo ilimitadas esperanzas y sanidad universal, océanos en retroceso y un planeta en curación.
Pero ahora que Obama es presidente, el redentor se refrena, el tono pasa a ser novedosamente sobrio, incluso severo. El mundo todavía está en ruinas Bushianas, marcado por "el miedo… el conflicto… la discordia… los agravios y las falsas promesas… las recriminaciones y los dogmas desgastados.” Pero ahora ya no hay más esperanza de restauración mágica. En un imponente ejercicio de expectativas rebajadas, Obama no ofrece sangre, sudor y lágrimas, sino responsabilidad, trabajo, sacrificios y servicio público.
Cuando el candidato Obama decía "no depende de mí, depende de ti", fue bastante chabacano. Pero ahora habla en serio, porque realmente no puede dividir las aguas. De ahí su advertencia de no confiar en "las habilidades o la visión de aquellos en un cargo público," sino en "Nosotros, el pueblo.”
En el tema de la raza, fue aún más comedido, y admirablemente. Comprendió que su presencia misma era suficiente para conmemorar la monumentalidad del momento. Las palabras serían superfluas — como le pasó por alto a la maestra de ceremonias Dianne Feinstein — y él no pronunció demasiadas.
Esto fue asombroso, teniendo en cuenta que el tema anunciado del discurso de investidura — "un nuevo nacimiento de la libertad" — invitaba a realizar grandiosas comparaciones con Lincoln. Pero en el discurso de investidura, Obama prescindía de la presunción. Admitió que "un hombre cuyo padre hace menos de 60 años no habría sido atendido en un restaurante local ahora puede estar frente a vosotros para realizar el más sagrado de los juramentos.” Cuando acompañó eso de "De manera que conmemoremos este día con el respeto a quiénes somos y de lo lejos que hemos llegado," había seguridad en que iba a remontar el viaje hasta Lincoln y la Segunda (post-Gettysburg) República o a King y la revolución de los derechos civiles.
Pero Obama no lo hizo. Llamativamente se remontó en su lugar — más allá de King o Lincoln — a George Washington. Ancló los valores que más aprecia (y que quiere que renovemos) en los Fundadores, la Primera República, la República manchada por la esclavitud (como se recuerda incesantemente a nuestros escolares) que tuvo que aguardar a Lincoln para su redención.
La celebración sin complejos de Washington y los fundadores de la imperfecta unión original fue la declaración de su propia emancipación de — o mejor, trascendencia con respecto a — el movimiento de los derechos civiles. El viejo guerrero Joseph Lowery rezaba por el día en que "el blanco suscriba lo que es correcto.” Obama no. Al vincularse en este discurso histórico con Washington en lugar de Lincoln el liberador, Obama legitimó el avance entero de la historia estadounidense sin anotaciones ni reservas mentales. Si alguna vez tenemos un futuro post racial, este momento supondrá su comienzo.
Obama hizo esto en prosa, no en su poesía usual. Y lo enterró en un discurso por lo demás mediocre estropeado por una sección de política exterior que ofreció el internacionalismo fofo de su aventura berlinesa aún barroca.
Quizá ése fuera solamente el hueso con el que apaciguar a los fieles que de lo contrario se habrían quedado con hambre. No tenemos manera de saberlo. Hombre complicado, este presidente nuevo. Opaco, contradictorio y sutil. Y eso solamente el primer día.
© 2009, Washington Post Writers Group
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