El mito de Keynes
En una ocasión, el famoso economista Maynard Keynes, promotor del notorio Fondo Monetario Internacional y de políticas monetarias inflacionarias, llegó a la Universidad de Harvard a dar un discurso, y la presentación estuvo a cargo de otro famoso profesor de esa universidad, John Kenneth Galbraith.
En su presentación, Galbraith dijo orgullosamente a Keynes que él era el primer keynesiano de la América. Después del saludo de rigor, Keynes se dirigió a Galbraith, para decirle que él no era “keynesiano”. Lo que pasaba es que, desde entonces, ya los discípulos llevaban sus teorías a extremos que el maestro no compartía.
La teoría que comúnmente se tiene como esencia del keynesianismo es que cuando el Gobierno aumenta el medio circulante, a través del gasto estatal deficitario, con dinero nuevo sin respaldo alguno, aumenta la demanda de todo y estimula la economía. Simple, ¿no? Pues muchos la creyeron y comenzó la universalización de inflación como medio para progresar, pero después de muchos desastres inflacionarios se aprendió que aumentar el dinero en circulación sin aumentar la producción, no solamente aumenta precios y costos, sino, aún más grave, distorsiona la asignación de recursos. El poder adquisitivo representado por el nuevo dinero beneficia a quienes primero lo reciben debido al adicional gasto gubernamental, gastándolo antes de que su efecto se sienta en los precios. A quienes el nuevo dinero llega de último, cuando lo gastan encuentran que los precios ya aumentaron. El poder adquisitivo que adquiere el Gobierno es a costillas de ahorrantes, dependientes de pensiones y pérdida de poder adquisitivo de todos: un cruel y deshonesto impuesto.
La falacia keynesiana fue expuesta muchos años antes de que Keynes naciera, por el economista J. B. Say, de quien los keynesianos se burlaban y aún se burlan. Por supuesto, muchos economistas serios se opusieron a la magia de moda, pero la popularidad de Keynes era tan grande que nadie les oía. Hoy nuevamente surgen keynesianos del closet a ofrecer soluciones ante la supuesta “crisis del capitalismo”.
La Ley de Say es de sentido común y una verdad evidente: todos compramos (demandamos) lo que queremos con lo que producimos. El dinero solo sirve para que el intercambio no sea en base de trueque, es decir, vendemos los bienes o servicio que producimos por dinero, y con ese dinero compramos. Nuestro poder adquisitivo sigue siendo el valor de mercado de nuestro aporte a lo que otros desean. Siendo ese principio tan obvio y de fácil comprensión, cuesta comprender cómo se extendió el error. Pero las modas académicas frecuentemente no tienen sustento lógico, y quien no las sigue, no escala en su profesión. Al final se bautizó el keynesianismo como “economía de la demanda”, en el ridículo supuesto de que es el dinero lo que demanda y no lo que se produce para tener dinero con qué comprar. ¡Magia! Y a la Ley de Say se le bautizó como “economía de la oferta” que hoy, los resucitados keynesianos, dicen que fracasó junto al mercado!
Una cosa debería ser evidente: la única riqueza que pueden disfrutar los pueblos es la que producen e intercambian. Cada quien demanda con el dinero que recibe por lo que produjo y, por eso, solamente el aumento de producción aumenta la demanda real. La expansión monetaria keynesiana no aumenta lo producido, sino solo los precios, y las distorsiones que causa disminuyen la producción.
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