El otro desarrollo
El País, Montevideo
Los latinoamericanos fuimos por décadas desarrollistas. Durante presidencias como la del brasileño Kubitschek y el argentino Frondizi, en los años sesenta se expandió la idea de que, si los latinoamericanos buscábamos primero el desarrollo económico, todo lo demás -la democracia, la equidad, la seguridad, la educación…- vendría por añadidura.
Si entendemos entonces por "desarrollismo" la prioridad absoluta del desarrollo económico, también es verdad que, como observó en su momento el profesor cubano-norteamericano Jorge Domínguez, la ansiedad latinoamericana por el desarrollo económico acarreó el peligro de descuidar otros aspectos igualmente importantes para el desarrollo integral de nuestras naciones. Desvaríos tales como el militarismo, el caudillismo y el populismo se apoyaron, así, en aquella obsesión economicista que parecía explicarlo todo. Hoy, aleccionados por la experiencia, los latinoamericanos estamos en el umbral de un giro copernicano de nuestras ideas en virtud del cual empezamos a sospechar que lo que más importa para el futuro de nuestras naciones no es el desarrollo económico sino el desarrollo político.
Si buceamos en la historia, encontraremos antecedentes que avalan esta tesis poco menos que revolucionaria. Cuando los ingleses acometieron en 1688 lo que llaman "La Gloriosa Revolución", mediante la cual pasaron de la monarquía absoluta a la monarquía parlamentaria, viajaron del antiguo autoritarismo hasta un régimen de equilibrio entre el rey y el Parlamento que, protegido por jueces independientes, garantizó la libertad de los gobernados. Este fue un cambio "político" gracias al cual las condiciones de seguridad jurídica y de confianza empresarial que despertaba dieron a los ingleses un extraordinario desarrollo económico por delante la Francia absolutista que hasta ese momento los aventajaban.
Pero así como los ingleses "pasaron" económicamente a Francia durante el siglo XVIII debido a aquella revolución política, los norteamericanos alcanzaron a su vez a los ingleses en el siglo XIX, cuando su propia revolución política plasmada en la Constitución de 1787, que aún conservan, generó entre ellos un choque de confianza similar, desatando desde entonces la energía formidable de su desarrollo económico.
¿Y qué otra cosa les ocurrió a las naciones rioplatenses hacia fines del siglo XIX, cuando el adelanto de sus instituciones políticas las convirtió en albergue preferido de capitales e inmigrantes venidos de Europa? Ahora hay que prestar especial atención a estos antecedentes porque tres naciones, Brasil, Chile y Uruguay, están estableciendo un sistema político que les augura un lugar de vanguardia en el desarrollo económico latinoamericano.
Ese sistema político cargado de promesas es el bipartidismo. En su seno, dos partidos se turnan en el poder pacíficamente en virtud de las oscilaciones electorales, pero amparados por una misma concepción global que permite prever a los inversionistas de largo plazo -los únicos portadores de la promesa del desarrollo económico- que, sea que gane el partido "A" o el partido "B" , o incluso un partido "C" si va a reemplazar en la fórmula bipartidaria al "A" o al "B", el cauce de las grandes decisiones nacionales se habrá de mantener porque ningún caudillo megalómano pretenderá, a través de un reeleccionismo ilimitado, acaparar la historia.
Lo que están mostrando hoy Brasil, Chile y Uruguay, son variaciones del mismo tema. En Brasil, el genio político de Fernando Henrique Cardoso montó un sistema cuyas dos alas políticas, el "centro" por él representado y la "centroizquierda" que encarna Lula, le dieron a cada presidente no más de dos períodos de cuatro años en un mismo rumbo de realismo económico. Cuando termine Lula, que al igual que Cardoso no pretenderá un tercer período, un tercer presidente de centro o de centroizquierda mantendrá a Brasil en el mismo rumbo.
En Chile, donde la Concertación Democrática también gobernó con realismo desde el alejamiento de Pinochet en 1990 a través de los socialistas y los demócratas cristianos que compitieron entre ellos en elecciones internas, La Concertación continuará en el poder o será reemplazada por una centroderecha cuya moderación está, asimismo, garantizada.
En Uruguay, quizás el Frente Amplio termine por integrar la fórmula bipartidaria compitiendo con el Partido Nacional o Blanco en lugar del Partido Colorado, pero todo indica que unos y otros adhieren a la moderación y al no reeleccionismo. Con esto basta para confirmar que un nuevo modelo político está naciendo en las tres naciones mencionadas, destinadas a indicar casi al unísono que, en América Latina, el desarrollo político ha arribado.
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