RACHEL Maddows, la estrella ascendente del comentario izquierdista norteamericano en la cadena NBC, recibió con satisfacción el discurso de inauguración presidencial de Barack Obama, observando en el texto razón profunda para la coincidencia. Apenas se recató en presentarlo como el modelo del mensaje anti Bush. Pero, según ella misma reconoció, lo que más le gustó del discurso no fue tanto su contenido sino la manera con que había sido recibido por el ahora comentarista politico de la misma cadena Pat Buchanan.
Buchanan es una de las más conocidas figuras del movimiento conservador americano, asesor de los presidentes Nixon y Reagan, varias veces candidato a la nominación republicana para la presidencia del país e inspirador, a través de sus escritos y apariciones públicas, de las causas de la derecha. Y ese mismo Buchanan, desde los estudios de la NBC, manifestaba su alegría al poder asentir con el recién entronizado presidente en su rotunda reafirmación de valores tradicionales: «Los retos pueden ser nuevos. Los instrumentos que utilizamos para enfrentarnos con ellos pueden ser nuevos. Pero los valores de los que depende nuestro éxito -honestidad y trabajo duro, valor y juego limpio, tolerancia y curiosidad, lealtad y patriotismo- son cosas antiguas. Son cosas verdaderas. Han sido la silenciosa fuerza de progreso en nuestra historia».
En una serie de gestos marcados por la explícita voluntad religiosa -los Obama comenzaron el día de la inauguración asistiendo a un servicio religioso en la iglesia baptista de San Juan, en la inmediata vecindad de la Casa Blanca; la ceremonia del juramento estaba puntuada por dos invocaciones sagradas al principio y al final de la misma; el día anterior, el espectáculo festivo ante el memorial a Lincoln en el Mall de Washington fue precedido por una oración; el día siguiente a la inauguración los Obama, y todos los miembros de la nueva administración asistieron a un temprano servicio interconfesional celebrado en la Catedral Nacional- era patente el deseo de incorporar la sensibilidad trascendente del pueblo americano. Y si la selección del reverendo Rick Warren, uno de los «tele-evangelistas» protestantes, para pronunciar la oración introductoria en la inauguración levantaba críticas por las posiciones antiabortistas y contrarias al matrimonio homosexual, rápidamente se recurría al obispo episcopaliano Robinson, cuya declarada homosexualidad está dividiendo irremediablemente a lo que queda de la rama americana del anglicanismo británico, para dirigirse a la multitud que, ante la solemne estatua de Abraham Lincoln, estaba esperando la actuación de Bruce Springsteen. Con Warren ante el Capitolio, una multitud de un millón y medio de personas acabó musitando el padrenuestro, incluyendo aquello de que «tuyos son, Señor, el reino, el poder y la gloria». Unas horas antes Robinson, en el otro extremo del Mall, había desgranado una bella y doliente letanía: «…concédenos la gracia de sentirnos insatisfechos ante las respuestas simplistas y fáciles que, en vez de la verdad que necesitaremos si queremos estar a la altura de los retos del futuro, hemos preferido escuchar de nuestros políticos…».
Obama proclamaría horas más tarde: «somos una nación de cristianos y musulmanes, judíos, hindúes y no creyentes». Y ofrecía al «mundo musulmán» un «nuevo camino de futuro, basado en el mutuo interés y en el beneficio mutuo». Todo para todos.
El discurso inaugural de los presidentes americanos es un género político literario de características bien determinadas, en donde suele abundar la retórica -la buena retórica, que hasta en eso destacan los habitantes de la república- y escasear las ofertas programáticas. Algunos han pasado a la historia por la feliz contundencia de sus imágenes -los recordados «miedo al miedo» de Franklin D. Roosevelt o «pregunta más bien qué puedes hacer tú» de John F. Kennedy- y muchos, la inmensa mayoría, están sumidos en el letargo de los archivos históricos y periodísticos. Este de Obama integrará la segunda categoría. Dicho sea con el más profundo de los respetos y sin buscar demérito a los buenos propósitos del nuevo presidente y a su cuidadoso cálculo entre lo nuevo y lo viejo. Quizás sea ello lo más característico del discurso y donde se vislumbran las intenciones y capacidades del que lo pronunció -y, según parece, personalmente escribió.
Obama ha manejado con buen pulso las tres urgencias inmediatas de su mandato: describir sin contemplaciones la gravedad de la situación económica del país, marcar las distancias con respecto a la administración Bush y apuntar las líneas esenciales de la política exterior. Ha estado casi churchilliano en la primera -«sangre, sudor y lágrimas»- firme pero respetuoso en la segunda y maleable en la tercera. Ha sido el suyo el discurso de un pragmático que explícitamente dice abjurar de dogmas ideológicos. «La pregunta que hoy debemos hacer no es si el Gobierno es demasiado grande o demasiado pequeño, sino la de saber si funciona». Eso no es Zapatero y la «socialdemocracia pura» sino González y los ratones de Deng Xiao Ping. ¿Se acuerdan?
El distanciamiento de Bush, tan claro como perifrástico, es un modelo de cirugía profunda con anestesia total: la codicia y la irresponsabilidad de muchos, el sacrificio de los principios a la eficacia, la proclamación de la amistad universal. Y tiempo le ha faltado para poner en marcha lo más espectacular y fácil del programa: anunciar el cierre de Guantánamo en un año, la retirada de las tropas de Irak en dieciséis meses, la congelación de los salarios de los que trabajan en puestos directivos en la Casa Blanca, las limitaciones para el trabajo privado de los que han trabajado en el sector público. Pero el distanciamiento no llega tan lejos como para poner en duda las líneas maestras de comportamiento: el terrorismo, la libertad, la democracia, la lucha contra los totalitarismos. China ya ha censurado las partes correspondientes del discurso. ¿Pensarán los tiranos de este mundo, desde Cuba hasta Corea del Norte, desde Venezuela hasta Zimbabwe, que con Obama todo el monte es orégano? Craso error de perspectiva: el nuevo presidente asegura a sus conciudadanos que el país retomará el liderazgo frente a los que «inducen al terror y asesinan inocentes… o se agarran al poder a través de la corrupción, el engaño y el silenciamiento de los disidentes». Y, para los que quieran fijarse en el valor simbólico de los gestos, anótese la evidencia del afecto respetuoso con que el saliente y el entrante han celebrado la democrática y bella ceremonia del traspaso de poderes. En realidad lo mejor de Obama es la nación a la que aspira enderezar y dirigir. Los que adquieren la ciudadanía americana reciben una carta del presidente de turno en la que se les recuerda que «nuestro país no está unido por la sangre, el nacimiento o el territorio. Estamos unidos por principios que nos llevan más allá de nuestros entornos, nos elevan por encima de nuestros intereses y nos enseñan lo que significa ser ciudadano». El trasfondo de la alocución del nuevo presidente es el mismo: «la promesa divina de que todos son iguales, todos son libres y todos tienen el mismo derecho a buscar la felicidad».
No existe alocución presidencial que, desde los tiempos de la Declaración de Independencia se haya desviado de esas convicciones. No existe momento en la historia americana en que los ciudadanos de la república, a pesar de fragilidades y vacilaciones, no se hayan sentido impulsados por las mismas aspiraciones.
Hoy todos son Obama, y la estela del entusiasmo que su figura despierta no puede ser minusvalorada. Pero ya mismo, en el recodo del camino, esperan los guijarros de la realidad. Los tropiezos y las vacilaciones serán parte del trayecto. Lo preveía Robinson: «concédenos paciencia para comprender que nuestro nuevo presidente es un ser humano, no un mesías».
El autor es Embajador de España.