Un buen discurso
Como discurso de investidura, fue el mejor desde el de Ronald Reagan. No estoy juzgando los méritos o deméritos sobre lo que dijo; cualquiera que pretenda diseccionar un discurso político (y no la parafernalia que lo acompaña) se verá muy probablemente decepcionado.
Sin embargo, un discurso político es más que una interpretación dramática que apele a las circunstancias. Tener la capacidad de redactar un discurso que conecte con un amplio abanico de personas constituye un poder en sí mismo. Este talento le permitió a Ronald Reagan sacar adelante la legislación que dio lugar a la llamada "revolución Reagan", a pesar incluso de que su partido nunca controló las dos cámaras del Congreso mientras él estuvo en la Casa Blanca.
Nadie quería que Reagan compareciera en directo y señalara con el dedo a quienes obstaculizaban el programa presidencial. Y es que, aparte de los poderes que conlleva el cargo, el presidente dispone de lo que Theodore Roosevelt llamaba "la posición de ventaja" a la hora de ilustrar y formar a la opinión pública.
Esta posición de ventaja, en realidad, no fue utilizada en serio por ningún presidente salvo por el primo de Theodore Roosevelt, Franklin Delano Roosevelt. Durante los célebres "primeros 100 días" de su Administración, el Congreso llegó a aprobar tal cantidad de legislación que es dudoso que algún congresista llegara siquiera a leerla y mucho menos a comprenderla.
El presidente Obama ocupa ahora mismo esa posición de ventaja y ha demostrado tener habilidades retóricas para utilizarla, ya sea para el mal o para el bien. La muchedumbre sin precedentes que se congregó durante su investidura demuestra que tiene el apoyo popular en el momento de asumir el cargo.
Los agentes del servicio secreto pudieron preocuparse cuando los Obama abandonaron su limusina y empezaron a caminar por el centro de la avenida Pensilvania. Pero cualquiera que hubiese intentado hacerles daño habría sido reducido por las multitudes antes de que hubiese podido llegar a Obama.
Fue un comienzo prometedor. Pero las presidencias no se miden por sus comienzos. Se podría confeccionar una larga lista de presidentes que llegaron a la Casa Blanca con grandes esperanzas y se fueron con amargas decepciones. El hecho de que, por ejemplo, Obama sea el primer presidente negro se está exagerando mucho.
En realidad, es el primer presidente "afroamericano", lo que le distancia de los millones de estadounidenses negros cuyos antepasados estaban aquí desde mucho antes que los millones de estadounidenses blancos. Para cuando nacieron los Estados Unidos de América, la mayor parte de los estadounidenses negros no había visto África en su vida, ni siquiera lo habían hecho sus abuelos. No existe ningún grupo que merezca menos ser calificado de estadounidense extranjero por su origen que éste. Sin embargo, Obama es uno de ellos –al menos simbólicamente– y la raza forma parte del simbolismo del momento.
Los que dudaron de que un hombre negro pudiera ser elegido presidente ya no tienen argumentos. Eso puede ser bueno, ya que no se les puede decir a los jóvenes negros que no intenten prosperar en esta sociedad porque el hombre blanco se lo vaya a impedir.
Ahora bien, tampoco conviene pensar que hasta este momento ningún presidente negro habría podido salir elegido. Colin Powell probablemente hubiese ganado las elecciones hace ocho años. Simplemente no se sabe que algo puede ocurrir hasta que finalmente sucede.
Pese a todo, cabe esperar que la industria propagandística del agravio racial siga funcionando y que una de sus principales víctimas sean los jóvenes negros. Continuarán llenando sus cabezas de un resentimiento contraproductivo que podrían estar utilizando para mejorar sus vidas.
Ahora que tenemos al primer presidente negro de los Estados Unidos, tal vez podamos olvidarnos por fin de buscar al "primer" de esto o aquello. Hay demasiado trabajo serio que hacer como para perder el tiempo en estas tonterías.
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