La corrupción en Bolivia: antes y ahora
La Paz – Durante la década de los noventa los bolivianos estuvimos expuestos al azote de la corrupción privada. Los periódicos venían llenos de noticias de quiebras bancarias, alza abusiva de tarifas, saqueo de las empresas que antes habían pertenecido al Estado, elusión del pago de tributos; y cotidianamente debíamos sufrir las consecuencias de la actuación de oligopolios que dilataban las ganancias de los empresarios a costa de los consumidores.
Al final perdieron credibilidad quienes habían impulsado la privatización de los bienes públicos con la promesa de que su administración bajo la lógica del lucro eliminaría la corrupción. La verdad de los noventa fue otra. La corrupción no desapareció, sólo se hizo más compleja. Disminuyó el robo dentro de las empresas ex estatales y, paralelamente, éstas mejoraron su eficiencia; pero al mismo tiempo se lanzaron, como tales, a robar a los clientes y al fisco. Y aunque se eliminaron algunos focos de inmoralidad funcionaria, como la adquisición de equipo e inmuebles para el Estado productor, también se crearon otros que eran, como dijimos, más sofisticados: por ejemplo la aprobación de reglas regulatorias “a medida”.
Cansada de la corrupción privada, a principios de este siglo la mayoría corrió a refugiarse bajo las faldas del Estado, olvidando lo que éste había hecho décadas antes, cuando dominaba la economía. Algunos –ahora queda claro– impulsaron este movimiento con premeditación, para crear las condiciones que después les permitirían enriquecerse personalmente. Otros lo hicieron por fe o por debilidad de memoria. Como fuere, lo cierto es que el movimiento se produjo y logró que el Estado volviera a hacerse cargo de la industria extractiva y “nacionalizara” algunos servicios públicos.
Para justificar este retorno al pasado se dijo que esta vez no se cometería los mismos errores. Que se encargaría las reconstruidas empresas estatales a hombres probados en la lucha contra el neoliberalismo. Que se recuperaría la riqueza nacional en nombre de los indígenas, los cuales constituyen “la reserva moral de la humanidad”. Que la lógica del compromiso político –igual que para los privatizadores la lógica de la ganancia– sacaría a la corrupción del mapa nacional.
Tres años después, estas afirmaciones han caído por la borda. Las noticias que traen los periódicos son otra vez escandalosas. La semana pasada, uno de los dos o tres jerarcas más importantes del partido de gobierno, Santos Ramírez, encargado de dirigir YPFB, empresa estatal del petróleo y llave maestra del modelo estatista, fue descubierto podría decirse que con las manos en la masa. Pese a sus impecables credenciales políticas, Ramírez sucumbió ante el poder desmedido que le confiriera Evo Morales para su misión de refundar la industria petrolera estatal. Cobijado por un absurdo decreto de excepción, pudo saltarse las normas de compras estatales y contratar la edificación de una planta de GLP (gas licuado de petróleo: se obtiene por la separación de los líquidos que viajan en los volúmenes de gas natural exportados por Bolivia) en el ridículo lapso de siete días (ni uno más), rompiendo un récord mundial de velocidad funcionaria; además, lo hizo por un precio inflado y con una compañía que hasta donde se sabe es fraudulenta.
Todo indica que esta locura iba a pagarse con un jugoso soborno que los contratistas estaban a punto de entregar a los hermanos de la mujer de Ramírez, cuando el portador del dinero fue robado y asesinado. Y entonces de destapó todo.
Es una trama tan burda que Morales no dudó mucho en despedir a su compañero y amigo, y en hacerlo investigar, pese a la importancia de éste en la estructura del oficialismo. La reacción del Presidente, aunque oportuna y correcta, no disminuye la dimensión estructural de lo ocurrido. Este escándalo impacta en la línea de flotación del modelo económico que defiende Morales, que, como ahora podemos ver con toda claridad, no es una solución para los males del país –tampoco para la corrupción.
En sólo tres décadas Bolivia pasó de la corrupción pública a la privada y luego de ésta a la primera, otra vez. En líneas generales, podría decirse que el fenómeno resulta indiferente al modelo económico que aplique el país. Por lo tanto, hay que buscar sus causas, así como sus soluciones, en otra parte"
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