La Gran Burbuja
Salvo las burbujas a las que apelaba la publicidad de un conocido refresco, el resto desaparece tan rápido como surgen y se pierden en el espacio o revientan salpicando a los más ingenuos, a los más confiados y más sanos.
Ya no se habla de ciclos económicos como antes, sino de burbujas. Son más brillantes, se generan y crecen rápidamente, transmiten alegría, provocan felicidad. La última, cuyas consecuencias no acaban y sobresaltan al mundo día a día, fue la de las hipotecas tóxicas y todo el aparato financiero y bancario pergeñado en su entorno, donde intereses y ganancias –la plata dulce– se repartían a manos llenas y a la vez generaban mejores precios para las materias primas, mientras todos festejaban y distribuían –una parte– alegremente.
Cuando explotan se busca crear otras, pero hay un límite marcado por la confianza del público. Es que la gente, la que no ha pretendido ganancias fáciles y tasas desorbitadas y sí ha depositado, no solo su dinero, sino su confianza en las instituciones bancarias y financieras y ha creído en los popes gubernamentales que manejan la economía, ha sido muy cascoteada.
Cómo creer, cuando se ve que los mayores beneficiarios siguen tan campantes, disfrutando sus bienes e ingresos exorbitantes, sin pagar ni sentir ninguna culpa Cómo creer, cuando hay una burbuja, que es el Estado –los funcionarios, la inmensa burocracia– que no deja de crecer y parece que no solo no revienta nunca, sino que no consiente ni en achicarse un poco.
El ciudadano común, el que trabaja, ahorra y paga sus impuestos, no el especulador ni el oportunista e irresponsable que aceptó préstamos que sabía que no podía pagar, un día se encontró con que su casa cada vez valía más y naturalmente se sentía feliz. Cada vez era más rico. No percibía que aunque aumentara de valor ello no significaba que tuviera más dormitorios, garajes o que el jardín fuera mayor y que cada año, por ser “más rico” y su casa valer más, pagaba impuestos más altos.
Igual se sentía contento. En general recibía más y mejores servicios y el amparo y generosidad del Estado era mayor. No percibía que crecía el número de funcionarios, que el Gobierno se metía más en sus cosas –aun con el cuento de darle beneficios y seguridad– y que la relación entre lo recibido y lo pagado no era tan buena para sus intereses.
Hoy los precios bajan y se reducen o desaparecen los ingresos. Las casas no se achican pero las deudas y los impuestos tampoco. Aquellas pueden refinanciarse y uno puede apretarse el cinturón en cuanto al consumo, pero ¿ y los impuestos? Estos ni se refinancian ni se pueden quitar del menú de gastos familiares.
La crisis afecta al sector privado; cierran empresas, crece el desempleo y se reducen los salarios. ¿Alguien sabe de que pase lo mismo con respecto al Estado, esto es, que se hayan cerrado ministerios, organismos u oficinas, que se haya resuelto una rebaja de los sueldos de los funcionarios o que haya crecido el índice de desocupación de funcionarios públicos. ¿Existe ese índice?
Lo más fácil es echarle la culpa al mercado. Y cómo no acusarlo. Más mercado implica menos Estado, y cómo alguien puede creer que los funcionarios públicos, en toda su escala, van a estar de acuerdo con ello. No es que sean el Gran Hermano, son la Gran Burbuja y no van a aflojar voluntariamente.
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