Golondrinas

 

Han llegado antes que nunca las golondrinas.

 

Anteayer, dando un paseo por la tarde, se me ocurrió preguntar a unos vecinos si ya estaban las golondrinas en sus cuadras, creyendo que me dirían que no, y sobre la viga más alta, en esa oscuridad olorosa y fresca, gris de cemento y de telarañas, junto a dos nidos de barro aún vacíos, había una golondrina.

 

En la orilla de los charcos, hacía días que había observado unas huellas con forma de flecha, señalando todos los rumbos, como la rosa de los vientos; pero no pensé que pudieran ser, tan pronto, huellas de golondrina.

 

Es curioso que los campesinos, aún detestando a muchas aves, les tengan un especial cariño, como si su llegada fuera un buen augurio, o porque libran a su ganado de las moscas, pero se les nota que hablan de ellas de otra manera, aunque les parezca mentira que una golondrina, con sólo diez gramos de peso, pueda volar diez mil kilómetros para regresar a sus cuadras. También Aristóteles creyó que las golondrinas hibernaban en el fango de las lagunas, y este error voló por el tiempo tan lejos, que en el siglo XVI se pedía a los pescadores que si encontraban a las golondrinas unidas por el pico y las patas y las alas, que por favor las devolvieran al agua.

 

En la noche, se quedó durmiendo la golondrina en la viga, y su pecho parecía una hoja blanca, mientras yo me fui en la oscuridad caminando a casa, y aunque aún no estridulan los grillos, el campo huele ya de otra manera, a sol en la tierra que se enfría.

 

Y sólo quieres que llegue el día siguiente para ver volar otra vez a las golondrinas.