Ahora todos somos economistas
19 de marzo, 2009
19 de marzo, 2009
Ahora todos somos economistas
La sociedad española estaba en un proceso de metamorfosis que la recesión ya ha turbado. Era un proceso evolutivo que se inició con los planes de estabilización de los años cincuenta, una lluvia fina que nos había ido empapando de los valores de la iniciativa, del empeño empresarial y del respeto al capital. De su etapa anglosajona en las primeras décadas del siglo pasado, Maeztu aprende -mejor que los regeneracionistas rústicos- que en España hace falta cierto sentido reverencial del dinero. Habría diagnosticado a tiempo esa fase recién vivida de gastar mucho, endeudarse demasiado y no ahorrar nada. Todavía haría falta una burguesía verdadera capaz de dominar el Estado. Quizá saltamos de lo preburgués al nuevo rico.
«Lo que yo digo es que en el dinero hay algo más que los placeres, comodidades y seguridad que procura», decía Maeztu, antes del desastre civil que se lo llevó por delante. Ganar dinero para multiplicarlo. Del Seat Seiscientos al modesto paquete accionarial, estuvimos aprendiendo lo que era el mundo capitalista, a pesar de que una izquierda de perseverante inercia ideológica creía dominar la opinión pública. Al fin y al cabo, Marx especulaba en Bolsa con el dinero de su esposa. Luego viene Paul Krugman, anuncia una larga travesía del desierto y Zapatero sonríe en traducción simultánea.
Lo que intuye el ciudadano que confió y ahora desconfía es que las conexiones entre economía y política no son unívocas: lo unívoco es la chapuza inmovilista. El taxista-autónomo da vistazos por el retrovisor y se pregunta si es bueno o malo intervenir en los bancos, endeudarse o seguir por la senda de la prudencia presupuestaria. Porque la cuestión más honda es la de siempre: «¿Qué hay de lo mío?». El dinero merece reverencia -según Maeztu- porque genera bienestar, prosperidad y sociedades estables. Propuso una enseñanza que multiplicase los capitanes de industria, los agricultores modelo, los grandes banqueros, los hombres de negocios. A eso contribuían cientos de miles de empresarios autónomos y les han dado con la puerta en las narices.
La izquierda puritana también sigue sin entender a Camus cuando dice que es un tipo de esnobismo espiritual lo que hace pensar a la gente que puede ser feliz sin dinero. Esnobismo intelectual de catedrático de alguna ciencia social frente al vecino que dedica sus energías a salvar una empresa deslizándose hacia el Registro de Aceptaciones Impagadas. Mientras, las nuevas generaciones instruidas por el cliché moral de que competir es peligroso se acurrucan en posición fetal. Ojalá uno pudiera dormirse abrazado a un lingote de oro en lugar del osito de peluche deshilachado. El mileurismo considerado peor que el purgatorio acabará siendo un objetivo maximalista. Ya somos todos economistas. Criticando por insuficiente la socialdemocracia «sui generis» de Obama, Krugman ha zarandeado el letargo que Solbes postulaba como reducto de supervivencia. Para el resto de los mortales, un embrionario sentido reverencial del dinero se muda en irreverencia frente a las instituciones públicas fiadoras de la transacción económica.
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