La hoguera de las banalidades
Una economía de 14 trillones de dólares pende de un hilo compuesto de (a) un Congreso cómicamente cínico en plan de turba de linchamiento, (b) una tambaleante administración Obama, desesperadamente escasa de personal, y (c) 165 millones de dólares.
Son los 165 millones de dólares de las bonificaciones repartidas entre los gestores de deuda de AIG que podrían ser los únicos en saber cómo desactivar la bomba que ellos mismos levantaron. Bien, tal y como están las cosas, 165 millones de dólares es un error de redondeo. Suponen menos de la diezmilésima parte del presupuesto federal de 3,1 billones de dólares. Es menos de la décima parte del 1% de los fondos del rescate asignados solamente a AIG. Si Bill Gates fuera a desembolsar estas primas de AIG cada año durante los 100 próximos años, le seguiría quedando más de la mitad de su fortuna personal.
¿Por esto vamos a enturbiar las aguas de cualquier futuro rescate financiero, confrontar las perspectivas de dejar que AIG pase a la historia (lo que haría parecer trivial la quiebra de Lehman Brothers) y a arriesgarnos a comprometer el funcionamiento del sistema financiero mundial entero?
Y hay una cosita que se llama la ley. La forma de romper legalmente un contrato es el Cláusula 11 que regula la reorganización de la deuda en un concurso de acreedores. A falta de eso, un contrato es sagrado. Las bonificaciones de AIG fueron suscritas antes de la toma de control por parte del gobierno y son perfectamente legales. ¿Ahora va a ser la norma que siempre que el enfado de la opinión pública sea acusado, el Congreso cancelará sumariamente los contratos?
Aún peores son las inteligentes maquinaciones que se están sacando de la chistera hoy en el Congreso con el fin de incautar el dinero en virtud de algún impuesto embargador con carácter retroactivo. La justicia común es bastante clara en materia de la inadmisibilidad de cualquier legislación retroactiva y de leyes de cancelación de derechos. También resulta que está prohibido específicamente por la Constitución. ¿Vamos a revocar eso por 165 millones de dólares?
Tampoco es que el presidente haya servido de ejemplo. También él ha salido a la palestra intentando encabezar a la turba. Pero es una jugada destinada al fracaso. Sus propios Demócratas del Congreso le superarán en demagogia y achacarán la culpa al desafortunado Timothy Geithner.
Geithner ha sido particularmente torpe en la gestión del tema. Pero la razón de que no prestase mucha atención a las primas es que tenía cosas mucho mejores que hacer — a saber, trazar un plan de rescate para un disfuncional sistema crediticio que recrudece cualquier posibilidad de recuperación.
Es hora de que el presidente indique lo que es obvio: esta recesión no está provocada por las excesivas compensaciones de los ejecutivos de empresas controladas por el gobierno. La economía viene hundiéndose a causa de una ausencia de crédito, derivada de una ausencia generalizada de confianza, derivada de la ausencia de un plan para descontaminar las principales instituciones de crédito, sobre todo los bancos, que, parafraseando a Willie Sutton, es donde suele encontrarse el dinero.
Obama vienen mostrándose extrañamente pasivo a propósito de ésta, la mayor amenaza que afronta el país con diferencia. En su discurso ante el Congreso y en sus presupuestos, se ha mostrado mucho más interesado en su grandioso programa para remodelar el contrato social estadounidense en lo referente a la sanidad, la energía y la educación.
Obama delega en Geithner la planificación de un rescate — y Geithner (hasta el momento) no propone nada. Obama delega en Nancy Pelosi y sus barones del Congreso la redacción de todo lo que sea fiscal — y obtiene un paquete de estímulo de 787.000 millones de dólares que contiene una lista de objetivos del gasto social progresista, acompañada de una ley del gasto público de 410.000 millones de dólares en muchos apartados al mismo tiempo trufada de gasto políticamente orientado y retribuciones por apoyos durante las campañas.
Esa ley, descubrimos ahora, contiene entre otras cargas de profundidad una disposición legislativa apoyada por el sector del transporte e introducida por el Senador Byron Dorgan que pone fin al proyecto a prueba de la era Bush que permite el acceso de un cierto número de camiones mexicanos a las autopistas estadounidenses, según lo exigido por el NAFTA.
Si pensaba que la histeria de AIG era una exhibición de cinismo populista con la excusa de una minucia relativa, piense en esto: hay más de 6,5 millones de camiones en los Estados Unidos. El programa finiquitado por el Congreso permitía que 97 camiones mexicanos circularan entre ellos. ¡Noventa y siete! Vetarlos no sólo mina el NAFTA. Hizo que México tomara represalias imponiendo aranceles a 90 productos, causando pérdidas de 2.400 millones de dólares al comercio estadounidense procedente de 40 estados.
Lo último que necesitamos ahora es proteccionismo estadounidense. Iniciará una guerra mundial comercial seguro. Una economía mundial profundamente afectada necesita para recuperarse dos cosas: (1) la vigorosa acción pública estadounidense a la hora de relajar el crédito descontaminando a las aseguradoras insolventes y los bancos que operan sólo gracias al respaldo público, y (2) evitar a toda costa una guerra comercial.
El libre comercio es el terreno con diferencia en el que el mundo recurre incuestionablemente a Washington en busca de liderazgo. ¿Qué es lo que ve? Espectáculo, parroquialismo, escasa rentabilidad para los camioneros y tendencia acusada al populismo insensato. ¿Motivados por? Por 97 camiones mexicanos — y el dinero de unas bonificaciones que vienen a ser lo que el equipo de los Yankees está pagando por contar con el brazo izquierdo de CC Sabathia.
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