William Jess Higgs (21 de marzo, 1909–15 de octubre, 1977)
Yo no soy viejo. Si crees que lo soy, sólo pregúntale a mi esposa, y ella te pondrá en tu sitio muy rápidamente. Sin embargo, no se puede negar que mi padre nació exactamente cien años atrás, tan sólo diecisiete días después que William Howard Taft se convirtiera en presidente de los Estados Unidos. Mirando ahora en retrospectiva, la mayor parte de nosotros tenemos problemas para imaginar el mundo de 1909, y mientras elucubro al respecto, tengo una extraña sensación, de un largo, largo tiempo atrás, y sin embargo no tan largo. Aunque mi padre murió en 1977, muchos otros estadounidenses nacidos en 1909—más de 79.000 de ellos—siguen vivos hoy.
William Jess Higgs (siempre conocido como Jess) no figura en la lista de grandes hombres hecha por alguien. Menos mal, también, dada la veracidad de la declaración de Lord Acton de que “los grandes hombres son casi siempre hombres malos”. (Una declaración cuya verdad, por cierto, se basa en la suposición de que la referencia de Acton a los “grandes hombres” se refiere a los hombres que ocupan posiciones importantes en el poder gubernamental. ¿Quién puede poner en duda que William Shakespeare o J.S. Bach fueron grandes hombres?) Jess nunca hizo sombra en los pasillos del poder, ni tampoco deseó hacerlo. Cuando yo era pequeño y con edad suficiente como para creer que sabía algo de política y de verter opiniones sobre los políticos, él solía enfurecerme diciendo simplemente: “Son todos bandidos”. Yo pensaba: ¿Qué sabrá él al respecto? Cincuenta años más tarde, me inclino a pensar que sabía prácticamente todo lo que necesitaba saber acerca de los políticos.
Nacido en los montes del Condado de Muskogee, Oklahoma, no pudo seguir estudiando tras su breve paso por la escuela primaria, forzado a una tierna edad a convertirse en el principal trabajador en la granja de la familia debido a la muerte de su padre y más tarde al deceso de su padrastro, Jess vivió en el mundo del trabajo. Y era muy bueno trabajando: cuando yo era niño, nunca supe que perdiera un día de trabajo. Siempre supuse que era de lo más feliz cuando estaba trabajando. Tenía fama de ser un excelente agricultor, entre muchas otras cosas.
La gama de cosas que él sabía hacer—cultivar, construir, reparar—nunca dejó de sorprenderme. Yo solía mirar por sobre su hombro mientras trabajaba en un motor de automóvil o tractor y me maravillaba que cada vez que necesitaba una llave, simplemente metía la mano en la caja de herramientas y sacaba la que se ajustaba exactamente cada vez. (Al día de hoy, pruebo con una, descubro que es demasiado grande; pruebo con otra, descubro que es demasiado pequeña; y rezo por una eventual convergencia de la correcta) Incluso después de haber obtenido mi doctorado, él solía mirarme con un brillo en sus ojos y decirme: “El problema contigo es que no sabes nada”. Y yo sabía que él tenía razón.
No necesité de ningún mandamiento para honrar a mi padre y a mi madre. Nunca se me ocurrió hacerlo de otra manera, a la vista de los ejemplos que ellos daban. Mi padre pertenecía a una generación en la cual un padre generalmente no jugaba el rol de amigo con sus hijos. Aunque nunca dudé de que me amara, él ocupaba un estrato diferente, algo elevado. Así que, al madurar, automáticamente lo respeté, al mismo tiempo que lo amaba. Yo apreciaba que su propio entendimiento de su principal deber en la vida fuera el de mantener a su familia, lo que invariablemente hizo, incluso durante la Gran Depresión, cuando encontrar un empleo era una tarea difícil. No era la clase de hombre que pide un subsidio. De hecho, dudo que alguna vez haya siquiera pensado en esa posibilidad, incluso cuando todos a su alrededor se encontraban ansiosamente aceptando algún tipo de alivio.
A pesar de que tenía un maravilloso y practico sentido del humor y le encantaba contar historias ficticias en la mesa, esperando que finalmente mi mamá se percatase de que estaba bromeando con ella, Jess era un hombre taciturno. No obstante para nada un hombre distante. Todos lo amaban, especialmente los niños. Obviamente, él prefería los niños a los adultos, si se le daba a elegir. Todos los que trabajaban para él, cuando se convirtió en capataz y luego en superintendente asistente en el rancho grande en el Valle de San Joaquín en California, donde yo crecí entre 1954 y 1961, eran extremadamente leales a él y hablaban muy bien de él: “Jess” me decían, “es un buen hombre para el cual trabajar”. Él esperaba que cada hombre hiciese aquello para lo cual fue contratado, pero no representaba ninguna amenaza de molestar a alguien sólo porque se encontraba en posición de hacerlo. A pesar de haber sido criado en un ambiente racialmente intolerante y de que algunos de sus modismos no pasarían el examen con los guardianes de la corrección política de hoy día, trataba a todos por igual, independientemente de su raza.
Es natural que un hombre se compare con su padre. Lo he hecho un millón de veces, y ni una vez quedé a su altura. Tras su muerte, vino tanta gente a su funeral que la capilla desbordaba, y algunos tuvieron que permanecer del otro lado de las puertas durante el servicio. Recuerdo que pensé: “Cuando me muera, voy a tener suerte si se presenta una docena de personas”. Decir que tuvo el mayor y más fundamental efecto que cualquier otra persona en hacerme la clase de hombre en que me convertí sería un eufemismo. Ignoro a ciencia cierta si ya no se hacen más hombres como él, pero si los hacen, no los estoy encontrando. Tal vez los años inmediatos posteriores a 1909 produjeron una clase diferente de hombres, o tal vez había algo en el agua que extraía del aljibe familiar en esa granja de los montes del Condado de Muskogee.
Traducido por Gabriel Gasave
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