¿Cómo encuadrar la “soberanía” en el legislador?
La escuela del positivismo jurídico en la que todavía son entrenados mayoritariamente nuestros magistrados, jueces, abogados y fiscales defiende la facultad de legislar del legislador en cuanto a la del soberano del que es su delegado; es decir, absoluta y por tanto ilimitada.
Por el contrario, escuelas como la iusnaturalista –teológica a partir de Santo Tomás de Aquino, y más racionalista desde Grocio y Pufendorf–, así como la consuetudinaria –o del ius commune europeo medieval por lo muy menos desde su transcripción a la Magna Charta en 1215–, siempre han supuesto que la soberanía del legislador es relativa y, por eso mismo, limitada por las costumbres inveteradas.
Con esta segunda fórmula me identifico. La ilimitada, creo, competiría sólo a un Dios omnipotente…
Volvamos, pues, a la primera acepción, la de los positivistas.
Su raíz se remonta al pensamiento de Jean Bodin. En su obra clave, los Six livres de la République (1576) disertó sobre los pros y los contras de las tres expresiones fundamentales de la soberanía del Estado que él reconocía: la popular, la aristocrática y la real o monárquica.
Bodin se decantó por esta última, que definió como “una especie de República en la cual la soberanía yace en un único príncipe” (se entiende frente a otros príncipes). Pero sus principales destinatarios, a eliminar por tal príncipe soberano eran, implícitamente, el derecho canónico bajo la jurisdicción del Papa romano y el consuetudinario del feudalismo germánico.
Este se constituyó en el primer gran paso adelante para los defensores del absolutismo regio, que hubo de dominar la escena continental europea (y la de sus colonias) por tres siglos.
Pero en la cauda del contractualismo propuesto por J.J. Rousseau, la pretensión de absoluto se desplazó, a partir de la Revolución Francesa, a toda la nación, y ahí permanece. Es decir, se pasó de la tiranía de uno a la de unos pocos o a la de los muchos.
El positivismo que acuñó un siglo más tarde Auguste Comte no hizo más que integrar a la teoría el concepto no menos positivista de ley estrenado mil años antes por el Código de Justiniano: lex est…quod Caesari placuit, Ley es “lo que le plugo al César”.
Tal fundamento absoluto le fue reconocido a cualquier ley positiva del soberano, ahora desde Rousseau no el César sino el pueblo, que a su vez hubiere delegado en una mayoría coyuntural en el Parlamento su constitucional y “absoluta” facultad de legislar.
Ley vino a ser, por lo tanto, lo que la mayoría parlamentaria del momento decide que es ley… (en ocasiones con el refrendo de una corte de constitucionalidad), y no puede haber válidamente otra. Al absolutismo regio de antaño lo reemplazó, entonces, nuestro absolutismo popular de hogaño, léanse los de Perón, Castro, Chávez, o los totalitarios erigidos en nombre de la entera humanidad por Lenin, Stalin y Mao.
Desde una perspectiva más de sentido común, originada en la Inglaterra del siglo XVII y cuyo más elocuente expositor fue John Locke, el poder de legislar –y, con más razón el de ejecutar– jamás habrá de ser tenido por ilimitado.
Es esta la visión que subyace a la propuesta de la Asociación ProReforma parcial de la Constitución vigente. Producto de reiteradísimas experiencias, que Ayn Rand (1950) supo resumir así: “Cuando advierta que para producir necesita obtener autorización de quienes no producen; cuando compruebe que el dinero fluye hacia los traficantes no de bienes sino de favores; cuando perciba que muchos se hacen ricos por el soborno y por influencias más que por el trabajo, y que las leyes no lo protegen contra ellos sino, por el contrario, son ellos los que están protegidos contra usted; cuando repare que la corrupción es recompensada y la honradez se convierte en un autosacrificio, entonces podrá afirmar, sin temor a equivocarse, que su sociedad está condenada”.
Lo que queremos evitar.
(Continuará)
- 23 de enero, 2009
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